Han pasado muchos años desde que Psycho Mantis, el mítico personaje de Metal Gear Solid, me sorprendiese rompiendo la cuarta pared para dirigirse a este lado de la pantalla. Visto con perspectiva, que pudiese conocer mis partidas guardadas o me pidiese dejar el mando en el suelo para poder moverlo con sus poderes mentales no eran más que trucos tecnológicos que explotaban las funcionalidades de la consola. Lo que ahora llamamos gimmicks. Es cierto que, en su momento, resultaban interesantes. Pero son trucos de mecha corta: capaces de sorprender una vez y no más. Nadie volvería a repetirlos o, al menos, nadie pretendería sorprender con ello.
En mi caso, pasó mucho tiempo hasta que The Stanley Parable (2012) me hiciese recuperar esa sensación de ruptura con la cuarta pared de forma efectiva. Esta vez no recurriendo al truco tecnológico sino creando todo un discurso y una estética jugable que me obligaba a cuestionar, a través del propio acto de jugar, las convenciones del medio. La cuarta pared se rompía haciéndome partícipe y no al contrario: no era el juego mirando a través de la pantalla y fingiendo saber lo que había fuera, más bien trataba de invitar al jugador a reflexionar acerca de lo que había dentro.
Cuatro años después, Pony Island tomaba un camino intermedio entre estas dos formas de romper la cuarta pared. Su propuesta consistía en desconcertar a les jugadores rompiendo sus expectativas respecto a lo que debía ser el juego, mientras nosotres jugábamos para descubrir cuál sería el siguiente engaño. Al mismo tiempo, esos guiños eran autoconscientes: el discurso del juego no pretendía romper esquemas sino, precisamente, convertir una práctica de la que se comenzaba a abusar en un chiste sobre sí misma. En Pony Island la ruptura de la cuarta pared no era una cuestión de innovación sino una broma sarcástica que llegaba en el momento justo.
Pocos meses antes, en verano de 2015, una propuesta similar había aparecido en páginas como newgrounds.com. There is no game se presentaba como un «no juego» que se había alzado como «ganador de la DeceptionJam». Básicamente, este There is no game retomaba la idea del narrador autoconsciente que habíamos visto en The Stanley Parable y lo utilizaba como un guía humorístico que iba comentando nuestro avance por los mundos de su «no juego»: en el fondo, lo que había era un juego de juegos, un juego que fingía no funcionar y que, para poner en marcha, nos obligaba a pasar por imitaciones no funcionales de juegos fácilmente reconocibles. Esta disfuncionalidad, las más de mas veces, se remedia pasando la escena por el filtro jugable del juego que la contiene, convirtiéndolo todo en un point & click en el que debemos ir arreglando juegos que se han roto mientras una voz en off se dirige a nosotros e intenta resultar graciosa.
Más allá de lo que cada cual se identifique o no con el humor inocente de aquel juego, There is no game fue un éxito en las redes y sus creadores decidieron estirar el chicle. There Is No Game: Wrong Dimension es el resultado. Una versión ampliada de aquel juego original que apenas duraba unos minutos y que ahora se alarga hasta las cinco horas. Pero el interior de la propuesta se mantiene intacto: en Wrong Dimension volveremos a visitar un «no juego» con voz propia que ni quiere ni puede ser jugado y cuya experiencia se resume en visitar una serie de falsos juegos que no funcionan para intentar acceder al juego inicial.
El centro jugable sigue siendo el del point & click, aunque ahora hay más variedad en los géneros y tipos de juegos que visitamos. Desde la aventura gráfica tradicional —protagonizada por Sherlock y Watson— hasta el juego de interfaz, pasando por clásicos como Zelda e incluso una secuencia de créditos jugable. En ese sentido, el nuevo There Is No Game no carece de la imaginación de su precedente y sabe llevarnos de un mundo a otro con cierta gracia. La forma en que "traduce" el gameplay de los juegos originales al suyo propio suele estar bien conseguida y consigue ridiculizar, con ese pequeño gesto, algunas de las convenciones que más están más extendidas e interiorizadas en el videojuego moderno.
La sección en que el falso juego nos lleva a la reinterpretación free to play de un Zelda clásico —cuya versión tradicional ya se había traducido al point and click en la sección inmediatamente anterior— puede resultar, por actual y por crítica, una de las más relevantes. Ya os podéis imaginar qué tipo de chistes se hacen en ese mundo, siempre entorno a cómo este modelo de negocio convierte el buen diseño de juego en algo secundario y hace que lo principal sea encontrar fórmulas para hacer gastar más dinero a les jugadores. En el fondo son reflexiones muy obvias, pero bien traídas y que, de ser la norma, harían de este no juego algo interesante.
El problema es que, más allá de un par de momentos, lo que viene antes y después de esa sección no deja de ser un pequeño chiste que se ha alargado demasiado y que, además, llega muchos años tarde. Es cierto que, como suele decirse, el humor es algo muy subjetivo, pero en mi caso las bromas, simples y inocentonas en los primeros minutos, se han convertido en un verdadero suplicio conforme avanzaban las horas de juego. Demasiado endogámico y cerrado sobre sí mismo y sobre la historia más tradicional del medio (algo así como un codazo de confidencialidad entre gamers de la vieja escuela).
Y si no consigue hacerte reír, There Is No Game: Wrong Dimension no se sostiene mucho más allá. Lo que empezó como una pequeña gracieta se ha convertido en un monólogo extendido que se cuenta en la casa del árbol, ante un público limitado y acostumbrado a escuchar los mismos chistes de siempre, una y otra vez. Ni las secciones de video en las que hacemos imposible la vida del supuesto desarrollador del juego, ni el romance entre el narrador y GiGi (diminutivo General Gameplay) ni el resto de los añadidos aportan demasiado, y la ruptura de la cuarta pared no parece más que un reclamo anticuado e inexistente en la práctica.
Por desgracia, There Is No Game: Wrong Dimension no logra transmitir nada de lo que se propone: sin gimmicks originales, sin discurso crítico y con un humor desfasado, esta supuesta etiqueta de no juego no es más que una coraza, una impostura, la sombra alargada de algo pasado. De todo lo que dice no ser.