Ahora que ya se acaba, Frostpunk deja tras de sí todo un estudio en torno a la idea simbólica de urbanidad. Su imagen central, el germen de ciudad radial acurrucado en torno a un enorme generador térmico para enfrentar una nueva glaciación, ha servido como base para dos años y medio de variaciones en torno a una idea de ciudad como clavo ardiente, como último asidero de una humanidad sobre la que se han ensayado todo tipo de desastres. El escenario inicial de Frostpunk, aquella preparación para el invierno eterno en forma de tormenta estructurada en dos fases, un acopio durante días de recursos y aislamientos térmicos primero, una carrera de fondo por intentar llegar al otro lado del frío absoluto con cuanta más gente viva posible después, ha pasado a ser con el tiempo una cara más de un poliedro narrativo y mecánico. Ya en su concepción original, Frostpunk era un qué-pasaría-si toda esa gente que está allá abajo en los juegos de gestión y desarrollo urbano tuviese nombre y apellidos, una casa y una familia, un trabajo, unas horas de descanso, un miedo a enfermar, mucha hambre, sueño y, en general, una vida propia. No te cargaba únicamente con la responsabilidad de su supervivencia, sino que le iba sumando el peso progresivo de todas las ausencias que se iban agolpando bajo una nieve cada vez más densa. La ciudad original de Frostpunk era un refugio al final del mundo, pero aquel era solo un problema más en la lista de tensiones y dinámicas propias de un espacio compartido que, como cualquier otro, al final del día es puramente ideológico. Era, en pocas palabras, una prueba: qué estabas dispuesto a hacer para sostener una ilusión de normalidad cuando al otro lado de los muros no había futuro posible. Cómo ibas a fingir tu propia humanidad.
Sobre este terreno se han ido acoplando diferentes alternativas y modificaciones, ya fuera manipulando la premisa inicial de su escenario, los marcos de gestión o las capacidades de intervención que se te daban cuando te ponías a los mandos de alguna de las ciudades de Frostpunk. El último otoño proponía desandar el calendario hasta los días en que la debacle ecológica solo era un rumor, pura habladuría que llegaba en forma de eco desde los sectores científicos de una Londres enmarcada en los tropos habituales de sus versiones ficcionales: lucha de clases, conflictos laborales, paro, inanición, barro y humo negro. Conforme el escenario avanzaba emergían las evidencias de que el frío bíblico era algo muy real y mucho más cercano en el tiempo de lo que se había calculado, y tu misión principal era la fundación de un asentamiento de resistencia climática. El torreón-generador que daba la bienvenida en la primera versión de Frostpunk pasaba a ser un proyecto, y lo que te ponían sobre la mesa era el agujero en el suelo en el que tenías que ir construyéndolo, junto una colonia de trabajadoras a las que dirigir para que el último tornillo llegase antes de que el termómetro bajase hasta lugares imposibles del bajocero. Todos los ingredientes de la fórmula Frostpunk se resignificaban en esta dirección, especialmente la capa legislativa que te permitía decidir originalmente si el serrín podía ser comida, si los niños estaban capacitados para manejar maquinaria pesada o si los amputados seguían siendo útiles o nada más que un estorbo. En El último otoño las ramas de decisión se llevaban a la política laboral, los márgenes de explotación y la construcción de un equilibrio personal entre la sempiterna necesidad de sobrevivir y la noción de que asegurarse esa supervivencia quizá no tendría mucho sentido si el precio a pagar eran nuestras propias definiciones de lo que nos hacía humanos. Si merecía la pena fundar un nuevo futuro sobre un cementerio.
La última expansión de Frostpunk, la despedida de 11 bit studios a todo el proyecto, es también una última vuelta de tuerca a sus esquemas fundamentales. Al límite es el polo opuesto a El último otoño, un escenario que hace las veces de pequeña secuela a los días de la tormenta perfecta y que reconfigura su gestión al qué hacemos ahora que hemos sobrevivido y debemos adaptarnos a una Tierra congelada. La propuesta nos lleva a una pequeña colonia de exploración que se ha asentado junto a un viejo almacén militar lleno de recursos que hay que extraer, procesar, empaquetar y enviar de vuelta a una Nueva Londres que maneja, ahora, todas las fichas sobre el tablero. Aquí la gran urbe es una idea lejana en el espacio y en el tiempo, un símbolo de lo que fuimos, de lo que supuestamente seguimos siendo a pesar de todo, pero también es un poder fáctico que nos exige y nos controla, una influencia que domina nuestras nuevas vidas y las sigue encadenando a labores forzadas mientras parapeta sus peticiones tras el constructo del bien común. La situación, en la práctica, es de secuestro, y su expresión emerge en dos capas diferentes. Por un lado, Nueva Londres nos ha enviado al fin del fin del mundo a extraer metales y núcleos de vapor, obligándonos a gestionar todas las necesidades posibles que surjan (recolección de materiales secundarios como maderas y carbones, protección de los hogares, mantenimiento de las temperaturas). Todas menos una, en realidad, porque la comida para nuestra gente será enviada regularmente desde la metrópoli, y cuya regularidad será convertida muy pronto en herramienta diplomática. No tenemos posibilidad de cazar ni plantar nada en este enclave, así que la dependencia es absoluta, y por supuesto la suma de los días trae cada vez más restricciones del otro lado del telégrafo a cambio de los cargamentos de alimento. «La cosa está complicada, tendremos que espaciar los envíos». «Cada vez hay más refugiados, habrá que reducir a la mitad las raciones». Y así paulatinamente mientras se hace patente que la compresión no es recíproca. Que la brutalidad de la nueva normalidad no tiene por qué afectar a las cantidades de acero que mandamos de vuelta a casa.
Por otro lado, el secuestro también es mecánico. El libro de leyes, ese que mencionaba antes, absolutamente estructural en Frostpunk por cómo te da una herramienta para apuntalar tu supervivencia a cambio de enfrentar decisiones drásticas, está al inicio bloqueado: Nueva Londres decide aquí qué puede y qué no puede hacerse en la nueva colonia, y es quien redibuja gradualmente las fronteras que nos separan de los males necesarios. La sensación que devuelve esta limitación es de pura angustia, de haber perdido gran margen de maniobra y de estar sometidos a una autoridad que hace que el nuevo mundo se parezca demasiado a ese viejo que colapsó sobre sí mismo ante su incapacidad de hacer piña contra el gran frío (y, también, la rotunda compresión de que todo nuestro poder era delegado, prestado, puramente representativo). Y es algo que se va tiñendo de una nueva perversidad, constituyendo un ensayo final sobre las relaciones entre una sociedad y las normas que la atan, la dirigen y la sostienen. En la primera campaña había una caída progresiva en absolutismos que al final se remataba en la entrega del control a la fe o a la razón más rígida y te daba la posibilidad de ejercer el absolutismo como último refugio. En El último otoño el libro de leyes se reescribía para encajarlo en el mando de los trabajos, en un tomo que hacía las veces de látigo y que poco a poco desplegaba un espectro de abusos que quizá estaba demasiado empeñado en retratar de igual manera las consecuencias de un control tecnocrático y las de la autogestión proletaria. Todo acababa en fuego, en ruinas, en un frenesí asesino cuya tesis parecía ser que los extremos se tocan, con todas las complicaciones ideológicas que ello conllevaba. Aun con todo, era un buen chispazo a una discusión necesaria, perpetuamente contemporánea y que abría otra vez la cuestión por la retórica procedural como uno de los pilares sobre los que construir nuevas conversaciones en torno a la política del videojuego (sharaut Bogost). Dentro, fuera y alrededor de las obras.