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jueves, 13 de septiembre de 2018

Análisis: Need a packet? #Nivel Oculto


Análisis: Need a packet?

Need a packet?

Need a packet?

El tedio es una de las asignaturas pendientes de nuestro medio. De entrada, está esa barrera cultural, aún vigente, según la cual los videojuegos deben ser, antes que nada, objetos para la diversión. Luego, diseñar el hastío requiere hilar muy fino, ofrecer un buen motivo para pasar por un aro incómodo, una doble lectura que permita evitar la regla de la miel, las moscas y el vinagre. Y, de salida, debes dar al jugador las herramientas necesarias para que aprenda apreciar y disfrutar la contradicción a la que le estás empujando.

Need a Packet? parece marcarse esto como meta. Es difícil escribir en un par de líneas una premisa que le haga justicia y que, al mismo tiempo, invite a probarlo. Tirando de honestidad, lo cierto es que este no es un juego divertido o amable, no se preocupa en ser mínimamente accesible y no deja apenas espacio para respirar entre gritos de «todo es una mierda». Pero tras su fachada cruda, sus elementos grotescos y esa sensación de que esta es una aventura peligrosamente personal hacia la nada, en su núcleo hay algo que absorbe. Como la lengua que, inevitablemente, se pasea por la llaga.

Quizá por esto —seguramente por esto—, Need a Packet? tiene una doble vida. La primera transcurre en pantalla, a medio caballo entre la yuxtaposición de los tres espacios-tipo que habitamos —nuestro apartamento, la guagua hacia el trabajo y el supermercado donde empezamos un nuevo empleo— y la historia que se desarrolla a cuentagotas en el doble fondo de la obra. La segunda ocurre a este lado del juego, en la relectura, en la proyección personal contra esa fatiga que dan los documentales catastrofistas que no hacen sino decirnos que el tren se descarrila. Need a Packet? tiene un sabor agrío, pero un regustillo dulce que no se olvida.

Entrever el valor que tiene la obra de sus creadores, Marginal Act, requiere verla desde una cierta distancia, además de una bolsita llena de paciencia. Hace unos días, Dia Lacina publicaba su crítica a Shadow of the Tomb Raider en Waypoint, planteando una duda básica en torno a cómo una aventura laracroftiana podría entonar un discurso anticolonialista sin traicionarse a sí misma. Lacina concluía que era un imposible, que la historia de la joven "arqueóloga" estaba condenada a ser siempre la del expolio, la de la blanquita salvavidas, la que cambia la rasqueta por un lanzagranadas. Quizá sea un punto de vista demasiado condenatorio, pero no me cabe duda de que, por paradójico que pueda sonar, solo habrá un buen Tomb Raider cuando la saga se autodestruya.

Este tipo de contradicción es el pan nuestro de cada día. Es aquello de la disonancia ludonarrativa hecha, por fin, piedra maestra del videojuego popular. Con los datos sobre la mano, parecería inevitable salvar el abismo que hay entre lo divertido y lo reflexivo: escenas bombásticas, tsunamis bíblicos y un arsenal propio de una película de McTiernan; o crítica, autoconsciencia e introspección. Reflexión o barbarie.

Diría que bajo esta discusión existe una más clásica, esa que enfrentaba historia y mecánicas y dividía lo gamer en dos bandos. Puede que este cisma entre lo lúdico y lo absorto sea una evolución de aquel debate —el día que no nos peleemos habrá que cerrar el chiringuito—, pero si metemos en la mezcla los enormes esfuerzos que se están llevando a cabo desde múltiples colectivos por abrir las fronteras ideológicas y mentales —no digamos, ya, políticas— del jugador medio, apuntando a cotas cada vez mayores de inclusividad y diversificación de temas, quizá debamos reconducir nuestras energías. Ya no se trataría de cómo superar la separación entre lo entretenido y lo serio, sino aligerar radicalmente el peso que le damos a la diversión.

"Se pueden ver valores narrativos en casi todos sus fallos, y esto es algo cuya bondad prefiero dejar a juicio de cada uno"

Volvamos a Need a Packet?

Todo comienza en nuestra oscura, lúgubre y odiosa casa. El mundo al otro lado de la ventana no para de moverse; la ciudad enmarcada en los vidrios, recortada sobre un cielo violeta cubierto de nubes, desayuna trabajadores y asalariados para que el sol la pille con energía. A este lado de los marcos solo hay nervios, pizza fría y botellas vacías. Estás sola, desnuda y presa de una ansiedad inevitable, pero hoy es un buen día: comienzas un nuevo trabajo, una nueva etapa, un punto y seguido a partir del cual seguir escribiendo tu vida. Te vistes de faena, te haces un moño, te pintas los labios y ensayas un buenos días. Sales a la calle sin saber lo que te espera.

Lo que aguardaba más allá de la puerta es una especie de simulador de «tu triste vida», un juguito hecho a partes iguales del ácido puro de la rutina y la neurotoxina sintetizada de la alienación. Una droga de diseño que hará que te preguntes por qué alguien crearía un juego a partir de algo como esto. Una ensalada de contradicciones, subidas y bajadas, luces y sombras, a la que llegas como último ingrediente: su disparate es tu disparate; su locura una vieja conocida.

Need a Packet? bebe —y se pega un buen par de buches— de Papers, Please. Tanto en planteamiento narrativo como mecánico son dos juegos muy similares, ya que el corazón jugable del primero es ese momento en que te pones tras la caja registradora del supermercado y despachas cliente tras cliente en turnos de cuatro minutos. La evolución de ambos títulos es también similar, basada en la acumulación de subrutinas que van haciendo el trabajo progresivamente más difícil y haciéndonos más propensos a la penalización.

En nuestra primera jornada en Need a Packet? basta con que arrastremos los artículos por el lector de precios y recojamos los billetes del importe marcado. Según pasan los días, se nos obligará a pesar la fruta, a introducir manualmente los códigos de panadería, a comprobar la edad de quien compre alcohol, a devolver el dinero sobrante o a exigir el que falte.

Y, llegado el momento, a defender nuestra caja registradora del ataque de los dragones rojos.

Viviendo como vive, nadie podría culparla, pero nuestra representante en el juego se le va la olla con la suma de los días. Entre el vacío existencial de esas cuatro paredes entre las que se mece absorta y desnuda y los interminables viajes en guagua la realidad comienza a desquebrajarse, y por las grietas asoman monstruos y llamas, barcos vikingos y misiles de dron, youtubers cocineros y demonios enormes que vierten calderos de sangre caliente desde las nubes. Un horror que va ganando terreno, o acaso uno que siempre estuvo ahí, reptando tras la monotonía.

A esta línea central, este descenso dantesco por los círculos de un infierno hecho de recesión y falta de propósito, se le acopla una trama secundaria contada a golpe de noticiero en el smartphone, una que nos presenta una ciudad consumiéndose poco a poco entre tramas de corrupción, revueltas nacionalistas, suicidios endémicos, asesinatos de activistas y una crisis en la gestión de la basura que ya se prolonga por más de un año. Contra algo como esto, que un falo gigante parta el cielo y convierta nuestro viaje al curro en un bullet hell parece inconveniente menor.

Ambos frentes se cruzan en los tramos de supermercado, cuando atendemos a ese cliente que compra cuatro docenas de huevos para tirárselos al gobernador en algún punto entre los morros y la frente, a esa mujer que se lleva varios paquetes de gachas para alimentar a las víctimas o en esa ocasión en que un grupo de jóvenes ultras ataca la tienda y nos jode el día de un trompazo. Esto último algo que, y entonces me di cuenta de cómo me la había jugado este Need a Packet?, solo me molestó porque me hizo perder la mitad del sueldo de ese día.

Porque la única capacidad expresiva que tenemos aquí como jugadores es a través del dinero. En nuestra primera jornada, esa de prueba, apenas ganaremos once dólares; un cartón de leche cuesta diez. Así quedan fijados los límites iniciales de nuestra existencia, arrojados a un ciclo precario, un callejón sin salida. Según nos cargan de responsabilidades aumentarán nuestros ingresos, pero no habrá nunca montante suficiente para cubrir las cuatro necesidades básicas de nuestro personaje. Comer o limpiar la mierda; comprar un oso de peluche o un arquero matadragones. El estómago o la vida.

Nuestros clientes también se diferenciarán por lo que se llevan consigo. Está aquel que siempre viene a por una birrita, el cocinero que de tanto en tanto viene a reponer la despensa, el tío con la cara chunga que solo compra fruta con billetes pequeños —y que siempre intenta jugármela pagando menos de lo que debe—, el cura que viene a por cuerpo y sangre de cristo y un caballero con Tourette que me dice que soy una perra dos veces por segundo.

Todos ellos imaginados con ese aire de lo extraño y lo grotesco que caracteriza la obra de sus desarrolladores. Basta echar un vistazo al perfil de Steam de los de Marginal Act para ver que lo de Need a Packet? no es sino un pasito más en su búsqueda de la locura jugable. Su anterior juego, The Line, hace de la asignación de VPO y la huida de los barrios deprimidos de una ciudad diabólica un rogue-like poblado de tentáculos, osos de tres ojos y cerdos con patas de insectos. Habrá quien diga que, en realidad, su nuevo trabajo es hasta contenido.

"Lo duro es la falta de alternativas, la ineludible realidad de que nos espera la eterna mediocridad"

Sea como fuere, en esta reiteración del averno contemporáneo —ese que está entre nosotros, en los demás— no hay refugio posible. Por más muebles que compremos, nuestra casa seguirá siendo lo contrario a un hogar: ni el oso de peluche, ni las lámparas ni el piano podrán mantener a raya las tinieblas que nos consumen. Y eso hasta que nos demos cuenta de que la única posibilidad de sobrevivir a Need a Packet? es la de invertir toda nuestra pasta en defender la torre medieval en al que se transfigura la caja registradora hacia el quinto o sexto día.

Pero tampoco es que sean defensas muy útiles, porque en su intento de conjugar varios sistemas jugables, Need a Packet? se pierde un poco en su búsqueda de lo incómodo. Al dividir su atención entre tres frentes, el tower defense de los dragones y aquel bullet hell de la guagua acaban sintiéndose como una guarnición que no casa con el plato principal. Tienen poca profundidad, son marcadamente ortopédicos y las curvas de dificultad son inexistentes, yendo y viniendo entre lo extremadamente difícil y lo anodinamente fácil.

El resultado es que en Need a Packet? hay dos tipos de tedio: el narrativo y el jugable. El primero es algo a atesorar, una alternativa muy, muy en la periferia de lo que acostumbradamente se entiende ahí fuera por videojuego; el segundo un lastre que hace que la experiencia, a la larga, se vuelva cargante. Cuando quieres coger el racimo de uvas pero el puntero se lleva el cruasán, cuando te equivocas y metes el billete de diez en el hueco de los de veinte y el juego no lo reconoce, cuando la caja piensa que una caracola tiene el código de los bollos de canela, aparece la desidia del mal diseño, de una obra poco pulida.

Esto llega hasta el punto en que en uno de los supuestos finales de Need a Packet?, ese en el que me ascendieron a encargada de la tienda, me vi en un bucle interminable en el que no pasaba nada, pero era incapaz de discernir si el juego me estaba mandando el mensaje de que la única salida real era la muerte —otra conclusión posible—, si estaba preso de un bug o si había que hacer algo que se me estaba escapando.

Es posible que todo esto no sea sino una más de entre todas las contradicciones pretendidas de este título. El problema es que es difícil diferenciarlas de las que no lo son. En líneas generales, Need a Packet? se maneja con soltura, como en esos momentos en que le ofrecía una bolsa a alguien y me trataba como un ecoterrorista, o cuando alguien me la aceptaba y contribuía, sin poder evitarlo, a la montaña de residuos que amenazaba con arrasarlo todo, o cada vez que me ponía a mirar el móvil para entretenerme mientras mi personaje miraba el suyo para hacer lo mismo. Por el contrario, cuando me veía peleando por rescatar un billete de entre los rincones de la caja, la cosa se complicaba.

La sombra es considerable, aunque personalmente la veo como el precio a pagar por la experiencia del tedio, acaso las consecuencias inevitables de una incursión en ese nuevo entendimiento de lo divertido a lo que aludía al principio de todo esto. Al fin y al cabo, el anticlímax es una buena consigna contra el espectáculo, pero Need a Packet?, aún acercándose, no acierta en el ojo de la diana.

Se pueden ver valores narrativos en casi todos sus fallos, y esto es algo cuya bondad prefiero dejar a juicio de cada uno. Lo importante aquí es ver cómo un juego como este supone un paso adelante en la búsqueda de una alternativa al juego de luces y sonido. David Foster Wallace escribió una vez que la mediocridad depende del contexto, y creo que Need a Packet? dice lo mismo en otras palabras.

Su elección por lo horrorífico y lo escatológico es tan útil y limitante como cualquier otra —el modo historia de Genital Jousting construye algo parecido a lo que nos encontramos aquí pero en clave de humor y sarcasmo—, pero que gracias a ello toca fibras sensiblísimas es indiscutible. Hasta en el trapeo que nos acompaña de fondo podemos ver cómo nuestro personaje busca desesperadamente una huida, un hechizo musical que le permita estar fuera de sí durante un instante. Lo duro es la falta de alternativas, la ineludible realidad de que nos espera la eterna mediocridad, el fuego de dragón o un nudo corredizo a modo de gargantilla.

En Need a Packet? somos víctimas de un paralaje invertido: lo que está lejos parece moverse a toda prisa y lo inmediato es estático y extenuante. Esa es su mayor contradicción, y su mayor aporte a este medio que podría ver en este recurso su gran arma, su mayor valor añadido, pero que tantas veces opta por lo fácil, lo amable y lo consentido.  Quizá porque, como le pasa a nuestro personaje, romper los límites conlleva entregarse a la psicosis, a la vulnerabilidad, y a perderse por el camino a historias verdaderamente personales.

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Es una locura, sí, pero una preferible a la perdición de vernos en una senda que muchas veces, por más que nos negamos a verlo, no lleva a ninguna parte.

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