Siempre me ha inquietado la forma en que percibimos nuestro pasado. No el histórico, sino el privado —si es que esa diferencia tiene algún sentido. Me refiero a las pequeñas cápsulas de ayer que en gran medida configuran nuestro presente, recuerdos como aquellas tardes en la plaza vieja, paseos por el mercado con tu abuela, el primer beso en un portal al que no has regresado, la pelea en el patio del instituto, aquel examen suspenso, el curso que repetiste, el tanatorio una mañana gris, la noche de reyes con su leche y sus polvorones, un poema prematuro del que aun recuerdas algunos versos, tu inocencia cuando soñabas con ser astronauta —las vueltas que da la vida, decían les mayores—, las vacaciones en la playa, la merienda en el parque, y el resto.
A menudo pienso en esos momentos, rememoro gestos, palabras, espacios. Intento penetrar en ellos para recuperarlos vívidamente. De pronto vislumbro un pasillo blanco, cuyas paredes van recuperando el color conforme las observo. En unos segundos lo veo nítidamente: es el piso de mi abuela. ¿Qué estoy haciendo? Se escucha una voz grave en la habitación del fondo, entro, allí esta mi tío (claro, todavía vivía con ella), su televisión, sus películas. Me invita a pasar. Yo le miro fijamente. Es él pero no lo es, hay algo que falla, un filtro de niebla sobre su cuerpo, un rumor que atraviesa sus palabras, una estantería que no es del todo opaca. Todo está sin estar mientras lo recuerdo. Como si mi pasado estuviese plagado de fantasmas.
Todes hemos sentido esa sensación. La frontera entre el recuerdo y el sueño como algo difuso, el pasado como una ficción inevitable, una reconstrucción a medio camino entre lo onírico y la memoria. Una autoficción inconsciente. Promesa habla sobre todo ello. El juego de Julián Palacios es una reflexión acerca de cómo configuramos nuestro pasado, cómo habitamos nuestros recuerdos o cómo nuestros recuerdos nos habitan. Para ello nos coloca en una serie de escenas que representan recuerdos y sueños «personales y familiares» y nos obliga a recorrerlas despacio, a observarlas, a ser en ellas durante unos minutos.
Y en ellas somos presencia sin serlo: navegamos los espacios como una mirada que sobrevuela, que se arrastra, que lo impregna todo pero a la vez se mantiene ajena. Visitamos recuerdos habitados por sombras, decorados por sombras, plagados de sombras. Una ventana entreabierta por la que atravesamos, fotografías antiguas sobre la mesa, una pared desconchada o la silueta emborronada que creemos que nos saluda. Y, aunque deseamos que lo haga, que sea cierto, y queramos devolverle el gesto, nuestra presencia sin presencia no lo permite. En los recuerdos nadie sabe decir adiós.
Tampoco hay tiempo, porque Promesa nos trae y nos lleva de un lugar a otro de forma constante, nos secuestra, como esos recuerdos que llegan en un arrebato y que no pueden ignorarse. Un hogar desaparece, y aparece una iglesia, o lo que parece una iglesia. También hay palomas, como sombras que vuelan, que vienen y van, que se cruzan, que nos atraviesan. Detrás de la puerta no hay un altar sino una pantalla. No, no es una pantalla. Es un edifico blanco. Imágenes proyectadas en su fachada: grabaciones, el servicio militar, la cena familiar, la infancia. Ya no queda nada. Después volverá la misma fachada, esta vez roja, azul, brillante.
En estas idas y venidas, mediante cambios de espacio, repeticiones, juegos con la posición y la opacidad de los objetos, los colores, la textura de los materiales o la definición de los entornos, Promesa nos introduce en su atmósfera. Donde jugar significa caminar en lo difuso, mirar atrás, recordar como se recuerda en la vida. O como creemos que recordamos. Por eso cada sesión de juego es distinta —el propio juego nos lo indica al terminar una primera vuelta: no todas las escenas se reviven en un primer contacto—, porque así funciona nuestra memoria: arbitraria, inexacta, caprichosa.
Solo así, captando la esencia del acto de recordar, convirtiendo la pura abstracción en material jugable, Promesa consigue lo más difícil: que sintamos cada una de estas escenas como propia. Más allá de que esos recuerdos sean, como insiste el creador, hechos personales y familiares, la evocación de esas escenas autobiográficas nos remite también a nuestra propia memoria. Y consigue tender un puente entre nuestro pasado y el pasado que estamos visitando, entre nuestros sueños y los sueños que asaltan la pantalla. Hasta que ese hogar antiguo nos recuerde a nuestro propio hogar de la infancia, y esa pequeña tienda sea la tienda que cerró en nuestro barrio, y ese pueblo perdido sea el pueblo de tus abuelos. Hasta que esas fotografías amarillas te inviten a recuperar las fotografías que guardas en algún cajón del comedor. Que casi habías olvidado.
No sé si hay diferencias entre el pasado histórico y el privado, no sé si debería haberlas. Lo que queda claro, lo que siento después de jugar a Promesa, es que nuestros recuerdos —los tuyos, los míos, los de Julián Palacios— se parecen más de lo que pensamos. Tenemos un pasado y algunos sueños en común. Y jugar propuestas como Promesa, que vayan de lo personal hacia lo universal, que tiendan puentes y manos, nos ayudan a sentirnos más cerca, más comunidad y menos soledad, más dignes de recordar y de ser recordades.