Cuando Lucas Ramada Prieto y yo nos sentamos a pensar una sala experiencial de juego en el CCCB, teníamos claro que Amanita Design debía tener su propia esquina. Ahora que el proyecto está sepultado con la memoria de los días antes del virus, si echo la vista atrás (cada día, casi) aquella gran mesa redonda, casi a ras de suelo y rodeada de un mar de cojines sobre fondo de moqueta rosa, es muy paradigmática de lo que supuso compartir aquel lugar con tanta gente. Había más esquinas, claro, más triangulaciones entre lo conceptual, lo espacial y la experiencia de los diferentes acercamientos al juego en que estaba dividida la sala, pero esta de Amanita fue, si el recuerdo no me traiciona, la que más reto supuso y la que más cambiamos hasta casi los días previos a la apertura. Sabíamos que el juego cooperativo y competitivo necesitaba bancos y sofás en los que jugar pegados, hombro con hombro (qué extraño suena, ahora), que reflexionar con el juego pedía lugares cómodos, relativamente aislados y tranquilos, y que el desafío de las obras de Bennet Foddy encajaba muy bien con un rincón tan incómodo como abierto a la apropiación sicartiana de anular esa incomodidad con algún puf o banqueta que alguna visitante pudiera encontrar por algún lado. Pero la mesa de Amanita (y GNOG, que acudía como parte del juego como juguete con su increíble objetualidad manipulativa) era una cámara de resonancia de todo lo que Zooom quería ser, y que solo podía lograrlo gracias a títulos como Botanicula, Samorost 3 y Chuchel (siempre, de nuevo, encajados en la compañía de los demás juegos, de todo el circuito). Todas ellas (si hiciéramos un nuevo proyecto hoy se sumaría Pilgrims) nos permitían crear lugares de encuentro en los que jugar acompañadas, negociar los acercamientos y avances, mezclar nuestras curiosidades y sorpresas, y poner en común tanto nuestras interpretaciones como el puro disfrute que brindan sus cosmicidades. A cada nueva visita, Amanita transformaba las tabletas en ventanas a mundos en los que ser, estar y jugar juntas, y el eco de la transformación palpitaba por todos los recovecos de la sala.
Amanita es uno de eso estudios que importan, que llevan años a la vanguardia del medio gracias a la manera en que manejan sus estéticas audiovisuales y performativas, abriendo mundos en los que el juego adquiere todo tipo de significados y definiciones. Pasear, encontrar, construir, hablar, escuchar, bailar, viajar, ayudar, ser ayudada… El universo de existentes del estudio checo, macerado en trabajos de ilustración y composición musical de altísima calidad, ha ido abriendo huecos, juego a juego, para que nos arremolinásemos en torno a la pantalla sin barreras al bagaje, las biografías o las genealogías videolúdicas que pudiéramos tener, sin límites manipulativos que exigieran un peaje de habilidad mecánica determinada: todo el mundo cabe, venga de donde venga, juegue a lo que juegue, o incluso si es la primera vez que lo hace. El ejercicio de Amanita siempre ha sido doble, un acto de deconstrucción de los lugares comunes fosilizados en torno a pretendidas ontologías del videojuego (violencias, lenguajes, relaciones mundo-jugadora), y un movimiento hacia la construcción de nuevos márgenes y posibilidades que explorar. La excentricidad del papel de las jugadoras, la estructuración en torno al libre descubrimiento y lo ocioso, la universalización comunicativa asentada en una riqueza multimodal llena de capas y detalles y la reimaginación de lo que puede considerarse un acontecimiento videolúdico son, todo ello mezclado y fermentado con la suma de los años y las obras, marca de una de las mejores desarrolladoras. Juegos que enseñan a jugar.
Creaks tiene la ventaja y el inconveniente de acoplarse a toda esta trayectoria. El proyecto surge, en sus primeros compases, fuera del ámbito del estudio, cuando los todavía estudiantes de diseño de videojuego Radim Jurda y Jan Chlup concibieron la idea. Luego, tras encontrarse en su camino con Jakub Dvroský, uno de los directores de juego de Amanita, las puertas del estudio se abrieron para que se incorporaran y continuasen su evolución como parte del colectivo. Ocho años después, el juego llega a dispositivos móviles (pronto también en consolas) para contar la historia de un chico que una noche atravesó la pared de su habitación para descubrir que al otro lado había una escalera que descendía a un mundo subterráneo lleno de criaturas. Cruzado el agujero en el muro, la ilustración y los primeros compases de la música a cargo de la Hidden Orchestra dan la bienvenida, y por un instante todo se siente muy Amanita, peldaño a peldaño, en dirección a esa enrome montaña en la que la roca y la arquitectura coexisten, en la que las imágenes prenden la mecha de la anticipación por lo que sea que espere más abajo, cuando aterricemos en esta nueva tierra. La sensación perdura unos minutos, unas pocas habitaciones, pero no pasa mucho tiempo hasta que el marco comienza a agrietarse. La primera señal llega del espacio: lo habitualmente continuo, fluido y poroso de la manera de hacer del estudio se va revelando poco a poco demasiado fragmentado, tejido abase de retos, y no de lugares habitados. Luego llegan nociones de hostilidades y antagonismos que hasta ahora habían sido ajenos: hay enemigos, hay muerte, hay que repetir y continuar hasta encontrar la manera de resolver cada pequeño rompecabezas. Y al final hay una ausencia: nadie con quien hablar, con quien ser, con quien existir; solo un entuerto que solucionar.
Puestas al contraste de todo lo que significa Amanita, todas estas dislocaciones sucesivas en Creaks hacen, por un lado, que la experiencia y el viaje por el juego esté lleno de rozaduras, de tedio, de demasiada necesidad de atender a cómo superar cada obstáculo como para poder centrarnos en interpretar y estar en su mundo; por otro, son una demostración constante de que lo que hace especial a Amanita es algo holístico, que cuando existe una desconexión entre las capas audiovisuales, mundoficcionales y jugables es muy difícil que lo identitario sobreviva. El habitual mimo y el cuidado equilibrio entre todas las partes que componen su trabajo, esa atención pormenorizada no solo a los detalles sino a la interrelación y dependencia entre todos ellos, que ha devuelto siempre complejidades progresivas, está en Creaks partido en dos: no se trata solo de cómo se ilustra, se compone y se imagina el cosmos, sino de cómo se juega.
Desde el primer lugar por el que pasas en Creaks, una comuna de artesanos conformada como un conjunto de talleres que atraviesas mediante escaleras, huecos en los techos y grietas en las paredes, el fondo de las imágenes está constantemente plagado de pormenores que lo van caracterizando. Los objetos que contienen los habitáculos, el estado en que se encuentran, la manera en que se conectan…. Todo va dando puntadas al tejido ficcional de un juego que, por contra, arma su estructura y los tramos que la conforman a base del encuentro con nuevos enemigos. Primero son las cajoneras-perro, luego los globos-terráqueos-medusa, más tarde los percheros-doppelgänger y hacia el final las sillas-cabra. Cada uno se mueve de una manera diferente, reacciona de manera distinta a nuestra presencia y nos mata de un modo particular, y mientras escribo esto no puedo dejar de pensar en lo mucho que me choca hablar así de un juego de Amanita. Frente al juego simbólico de luces y sombras y las transformaciones que provocan en las criaturas de Creaks, está el hecho igualmente simbólico de que solo están ahí para darnos algo que sortear, que manipular, que evitar si no queremos que las cajoneras nos devoren, los globos nos paralicen el sistema nervioso o los percheros no atraviesen el pecho con los pinchos de sus coronas. Es la reducción de lo hostil, lo antagónico y lo conflictivo a su capa más básica, a la destrucción física, al enfrentamiento violento, a costa de lo ambiguo, lo espectral y lo matizado.
El telón de fondo de todo esto es un conflicto resumible en que una gran criatura, un armazón de madera y clavos, está causando estragos arriba y abajo y amenaza con destruirlo todo. Entre rompecabezas, vamos encontrándonos con un puñado de habitantes que observamos casi todo el rato desde grietas, apenas unos cuatro (los únicos que no nos matan cuando nos acercamos), con los que no podemos interactuar libremente, sino que cada cruce ocurre mediante cinemáticas. A veces les vemos poner en práctica algún plan para calmar a la criatura, otras dialogar entre elles (con ese lenguaje muy de Amanita, muy de reducir las conversaciones a su esencia comunicativa universal), y llegado a un punto pedirnos ayuda. Ello lleva, no sé si inevitablemente pero sí con paso firme, a que llegado un punto ocupemos el lugar del héroe, del salvador, de la pieza que lo resuelve y arregla todo. Pese al muchísimo trabajo que desprende Creaks por crear el cascarón y la insinuación de una comunidad compleja, interdependiente y con trazas de Historia, el proceso de entrada y construcción de sentido una vez nos ponemos a jugar no es el de acercarnos lentamente a las órbitas de quienes lo han construido, lo pueblan y lo sufren, sino el de descender de entre las nubes para reinstaurar el orden. Para poner fin a un caos que se nos cuenta ha sido provocado por errores que esos personajes cometieron, pero que son incapaces de resolver por sí mismes.
Y en medio, todo lo que hay es una ristra de puzles que terminé por sentir interminable. Una entrada y salida a habitaciones de manera absolutamente lineal, que en su rigidez solo concibe una manera de atravesar un territorio cuya única razón de ser es la necesidad de ser resuelto. Rompecabezas construidos a base de plataformas, escaleras y botones que, si los reducimos a su pura ejecución, recuerdan a Lode Runner (esto se lo robo descaradamente a Lucas), a Braid o a The Swapper, pero más como una amalgama de ideas heredadas que como unos cimientos desde los que construir algo propio. De esa manera de Amanita de construir puzles como mundos, de entrelazar la manera en que narra sus contextos y cómo tenemos que ir y venir por ellos descifrando situaciones con todo tipo de herramientas, a un puzle que simplemente tiene, allá al fondo, un espacio en el que ocurre una cosa. Un giro en el que se pierden el abanico de herramientas que siempre tuvimos para enfrentar cada situación en los juegos anteriores, para dialogar con ellas, interpretarlas e imbuir de sentido cada paso, cada pieza que encontramos y encajamos a cada paso. Creaks se reduce al entendimiento de cada prueba, a qué enemigo debe estar en qué lugar para apretar qué botón y, así, abrir la salida. Y una vez la cruzamos, repetir.
Sobre todo ello está, además, una de las diferencias más importantes entre Creaks y la tradición de Amanita: la forma en que se controla. Samorost 3, Chuchel y Botanicula convierten toda la pantalla, cada milímetro de imagen, en la interfaz que media entre jugadoras, personajes y espacios, y allí donde cae el dedo se produce una reacción: un movimiento, un sonido, un cambio, un descubrimiento. Creaks cambia todo eso por un «pad digital» que encierra los dedos en dos esquinas, la izquierda para mover el personaje, la derecha para que interactúe con algo; todo lo demás nos es ajeno. Esto es una vuelta atrás extremadamente significativa para una Amanita que ha estado siempre en el centro de la experimentación y el crecimiento de los dispositivos móviles como soporte videolúdico a título propio, con sus propias características y posibilidades. Pero, sobre todo, es algo que va en contra de esa noción de juego como lugar de reunión con la que arrancaba esta crítica, de ventana a la que asomarnos en compañía, de espacio de disfrute compartido, negociado y repartido. Se puede jugar en compañía, claro, pero mientras que algo como Samorost es capaz de acoger muchísimas manos, dedos infinitamente virtuales, en Creaks solo cabe una persona, una pilota, un par de manos que lo manejan todo y que reducen la compañía a una mera condición de copilotaje. Algo que no es que no sea disfrutable, claro, pero que creo que es más una manera de apropiarse de la rigidez de fórmulas anquilosadas que el resultado de una propuesta pensada con esa óptica como punto de partida. Creaks es un juego de Amanita que podemos jugar con alguien al lado, pero no juntas.
Una vez terminado, superado el tedio de la repetición continua y la superficialidad de sus encuentros, Creaks deja el poso de ser un juego demasiado atrapado en jerarquías y formas de jugar que no es que su mismo estudio tuviese superadas, sino que nos demostró a las demás cómo podía ser esa superación. Dentro de la pantalla no somos jugadoras, sino ejecutoras, piezas clave, la punta de una pirámide existencial demasiado aplastada bajo los fósiles de sus fórmulas (lamentablemente) estandarizadas. Fuera, es una obra que no crea marcos de socialización, que no tiene el estallido cósmico marca de su casa, que no hace esquina. Es, salta a la vista, un juego cargadísimo de valores artesanales, artísticos y visualmente expresivos, pero que, en lo musical, lo narrativo y lo juguetesco no logra levantar el vuelo. Todos esos aspectos, como nosotras, están atrapados en la necesidad de adaptarnos al progreso de su poca inspirada idea de puzle: acompañar los pasos, reaccionar a los avances, celebrar brevemente cada triunfo y sufrir todos los fracasos. Errores que aquí equivalen a muerte, a pesar de que la misma idea de error era, hasta ahora, algo ajeno a una Amanita con conflictos, aventuras y puzles de todo tipo, pero a los que siempre nos invitaba como integrantes de las realidades de sus habitantes, como una pieza más de sus cosmos continuados. En la que todo era sentarnos, encender la pantalla y toquetear el mundo, sin que nada tan terrible como un game over pudiera pasarnos.