la segunda parte de Last of Us se juega con dos botones. Necesitas muchos más, claro, todo un Dualshock 4 para poder correr, agacharte, saltar, esconderte, disparar, distraer, apuñalar, pegar, abrir y cerrar puertas, rebuscar entre cajones. Pero justo ahora que estamos a punto de cruzar umbral hacia lo que SONY llama el futuro de los videojuegos, toda la capacidad expresiva de esta despedida generacional (con permiso de Tsushima) recae en un único par de resortes: el panel táctil y el cuadrado. Cada uno está ligado a una manera de relacionarte con el mundo, con la gente que lo habita, con los recuerdos de quién eres a cada tramo de la historia, con quién intentas seguir siendo a pesar de lo que su desarrollo encorsetado te obliga a hacer. Ambos están también ligados a un objeto concreto, a una manera de usar las manos, a un tipo de conexión emocional que les da un momento clave, un instante en que aterriza con rotundidad la manera en que este juego ata el trío jugadora-personajes-obra de dos maneras extremadamente diferentes, polarizadas, antagónicas. Dos juegos, casi. O, al menos, dos formas de lo que puede ser jugar.
El primero llega al poco de iniciar el viaje, como punto de reconexión con esa relación entre Joel y Ellie que al final del juego original se cubría de grietas: el viejo va a visitar a la chica a su casa, a su pequeño rincón en su refugio en el fin del mundo, saca una guitarra y coloca las manos sobre los trastes, con la absoluta precisión milimétrica que solo una producción de este calibre puede devolver. Un anillo de acordes te señala una dirección para el stick, un aviso te dice que deslices el dedo por el panel táctil para rasguear las cuerdas, y de repente eres Joel tocándole una versión de Future Days a su hija. If I ever were to lose you, I´d surely lose myself. La última vez que lo vimos fue justo antes de los créditos de la primera parte, cuando la gran mentira, al final de tanta lucha, tanto viaje, tantas muertes. Everything I have found here I´ve not found by myself. Ahora están ambos personajes en un lugar doméstico y seguro, aunque separados por una tensión intangible que en ella emerge en forma de respuestas cortantes, y en él a través esa guitarra recién restaurada con la que intenta construir un puente de vuelta. Try and sometimes you´ll succeed to make this man of me. Así arranca The Last of Us Parte II, con una canción de Pearl Jam que habla de demonios del pasado y promesas rotas, de las rabiosas tempestades que nos unieron, pero que tiene la vista puesta en los días de un futuro sin resistencia, sin alarmas, en compañía. All the missing crooked hearts they may die, but in us they live on. Padre e hija, una guitarra, una canción.
Al otro lado, el momento clave del cuadrado llega pasadas unas cuantas horas. Para entonces ya lo habrás usado decenas de veces, tanto para sortear obstáculos y alturas en secciones por las que te mueves con libertad, como para mediar entre esos momentos de bloqueo en combate cuerpo a cuerpo en que tienes que machacar el botón para ser quien apuñale, y no la apuñalada. A estas alturas Ellie ya está metida hasta el cuello en el barro de la venganza, demasiado perdida en una espiral autodestructiva que la lleva a meterse cada vez más adentro en una Seattle en guerra, en postapocalipsis, en carrusel de miseria. Uno de los sujetos de su desquite está, por fin, ante ella, acorralada, condenada, rendida, todo ello presentado a la manera en que The Last of Us (y Naughty Dog en general) construyen scripts de tensión: entras por una puerta, te quitan el control, te lanzan a una escena con un Quick Time Event (esas instancias en que algo pasa en pantalla y te piden que aprietes botones específicos para que la acción siga su curso). Aquí, en concreto, una Ellie bañada en la luz roja de unas sirenas de alarma (un recipiente para el espectáculo, una de las escenas bandera del trailer) avanza lentamente hacia su oponente, que está tirada en el suelo, agonizando, y le pide información. Y Abby, ¿eh? Tiene una barra de metal en la mano, una de tantas que habrá usado para llegar hasta aquí, cráneo tras cráneo. Ya estoy muerta, joder, ¿por qué iba a contarte nada? Se agacha para mirarla a los ojos, dando un golpe con el arma en el suelo y poniéndola hacia adelante, para que la vea, para que incluso unos pocos minutos restantes de vida pueden sentirse como algo eterno. Así sería rápido; o puedo hacer que sea peor. Sollozos, sorbido de mocos, suspiros, una voz rota que dice. Piensa en lo que hizo, cuánta gente ha muerto por su culpa. Una última oferta. Piénsatelo. Una última negativa. No traicionaré a mi amiga. Y luego la música, la cadencia de un beat que va subiendo, la cámara puesta en el punto de vista de quien está a punto de morir, con los ojos clavados en el rictus de Ellie, que se contrae poco a poco, con la absoluta precisión milimétrica que solo una producción de este calibre puede devolver. Cuadrado. El tiempo parado hasta que lo aprietas, el símbolo colgando a la altura del pómulo de Ellie, como un aviso de que ya puedes volver. Juega: tú y una de tus enemigas, una tubería de acero, otra tortura.Corte a negro. Vuelta al centro de operaciones, pero en The Last of Us Parte II nunca vemos los viajes de vuelta, quizá porque no sean espectaculares, porque esa parte de la venganza no es divertida, o porque entonces los personajes tendrían demasiado tiempo para pensar, para ser, para plantearse su movida. ¿Es esa tu sangre? Ya sé a dónde ir. Continuemos, hasta que no quede nadie.
Profundizar en el vacío que hay entre estos dos botones, momentos y jugabilidades requiere, o al menos así lo siento, dar varios pasos atrás. A estas alturas no creo que sea sorprendente si digo que hablar sobre The Last of Us Parte II, de qué hace, cómo lo hace, y qué intenta contar con ello, se ha vuelto un ejercicio de puro hastío. A un lado está el acoso y derribo que la peor versión del reaccionismo gamer nos ha dejado desde el día de lanzamiento, homofóbico, transfóbico y con una idea de legitimidad tan frágil como tóxica. Al otro están las prácticas abusivas, esclavizantes y opacas de una de las empresas más grandes de este medio, de las que prácticamente ningún medio se ha hecho eco a la hora de encarar la manera de penetrar críticamente la obra, ni siquiera desde la metatextualidad de dejar por escrito una mínima duda, una referencia a la dificultad de encajar esa pieza en el resto del puzle. Y en medio de una cosa y otra estuvieron los embargos, que en el proceso habitual en el que los análisis llegan muchos días antes que el juego de turno, abandonados a los cánones de marketing de cualquier lanzamiento de alto calibre, tuvieron que encontrar la manera de darle dieces sin poder decir realmente por qué. Algo que podría enfrentarse desde muchos ángulos diferentes, apelando a la dignidad profesional y laboral de una práctica que está demasiado habituada a ser complaciente, al autosecuestro, a ser una ruedecita más en la gran maquinaria del videojuego industrial, pero que también exige que nos paremos un rato a pensar en cómo afecta al modo en que hablamos sobre los juegos. En qué ocurre cuando los discursos llegan antes que el objeto de los mismos.
Por si ello fuera poco, con la conversación sobre The Last of Us Parte II convertida en un auténtico campo de batalla, lo que se ha revelado una vez más es que seguimos demasiado atrapados en el análisis textual de los videojuegos, atrapado a su vez en una práctica estructuralista que fragmenta el juego en apartados independientes, desconectados. Gráficos y apartado visual, historia y consistencia, jugabilidad y espectáculo, en vez de la pura experiencia subjetivizada de jugar a una obra cuya única premisa es la de sufrir y devolver el trauma, y cuya única lección es que la violencia engendra violencia, que la venganza es un camino hacia la autodestrucción. Todo un catálogo de sufrimientos propios y ajenos que demasiadas veces se convierte en un enfrentamiento por las implicaciones que tiene para sus personajes y muy poco para la persona que está jugando. Algo que aquí, en lo específico de The Last of Us se intensifica, en parte, porque la ambigüedad con la que cerraba el primer juego se dilapida aquí en una sobreexposición a algo tan simple como que matar tiene consecuencias, que, como ya dijo Joel de camino al Hospital Sant Mary, «todo el mundo tiene familia», pero por si acaso no te cala, vamos a hacer que griten sus nombres, una y otra vez, cuando ven sus cuerpos tirados e inertes en el suelo, cubiertos de sangre, con una flecha clavada en el cuello o con un brazo reventado a escopetazos. Que lloren por sus perros de combate asesinados.Es un punto muerto. Un abandono de la capacidad de ser y la construcción de sentido en el videojuego a la pura ejecución de la visión ajena, atrapada en ideas tan obsoletas como el concepto de guión en un videojuego, el game over, la posología del clímax en cinemáticas. La pregunta inevitable que me surge con The Last of Us Parte II es esa misma que puso en jaque el epítome de los juegos de matar que van sobre lo malo que es matar, Spec Ops, que por supuesto ha vuelto a la palestra, porque esta esfera del videojuego sigue atrapada en los mismos dilemas que ya tenía en 2012. ¿Qué pinto yo en todo esto? Y no es una cuestión de si la mítica escena del fósforo blanco de aquel juego, en que tenías que disparar con un mortero a objetivos en un visor que los deshumanizaba y que luego resultaba que eran civiles, tenía que haber sido o no una elección, sino el puro problema de la complicidad cuando te pones a los mandos de un The Last of Us Parte II firmado por un Neal Druckmann que se define a sí mismo como abuser of characters. Qué pasa cuando caes en la absoluta linealidad de abusar y ser abusado una y otra vez. De a qué estamos jugando cuando jugamos a matar, a torturar, a asesinar, sea a quien sea.
Todo ello enmarcado, además, por la condición de techo técnico, de definidor de futuro, que tiene este título. The Last of Us Parte II es absolutamente portentoso, un estallido de detalles, animaciones, expresiones y espacios como nunca antes habíamos visto. Y es, también, un juego con muy pocas ideas verdaderamente originales, que se limita a repetir los mismos esquemas que su primera parte, que te deja libre de tanto en tanto para que acumules recursos, saltes muros y te dispares con gente, y te cuenta su mundo a base de decenas y decenas de notas. Un contexto coleccionable, una humanización desbloqueable envuelta en el increíble disfrute estético de ver recreado un pedazo de mundo al límite de sí mismo, pero que está lastrado dentro y fuera de la pantalla: allá porque pertenece a esa región del pensamiento videolúdico que sigue apostando por el fotorrealismo como vehículo para la inmersión; acá porque sabemos cómo se ha conseguido. The Last of Us Parte II es una pirámide egipcia, una catedral gótica, un estadio recién estrenado en el mundial de Qatar de 2022. Un dispositivo de fosilización hegemónica, una celebración de poder, un monumento inhabitable. Aquí solo estamos de paso, saltando entre giros narrativos, de camino a un único final, una única conclusión, una única lección. No hay margen para el encaje personal, para la alternativa, para ser-en-el-juego. Esta es la historia de Ellie, el juego de Ellie, y aquí no pintamos nada.
Vuelvo, entonces, a aquellos dos botones, a esas dos regiones de lo que The Last of Us Parte II, en su voluntad de serlo todo, ofrece, y al registro de momentos que han ido dejando con la suma de los días. El panel táctil, la guitarra, en su condición de calma entre la tormenta, envuelta en miradas de complicidad entre las protagonistas, de reconexiones familiares, de memorias y arrepentimientos, es una ventana increíble a ser-con-Ellie a través de su música. Hay canciones específicas que suenan en escenas predefinidas, pero también hay espaciotiempo para que Youtube se llene de covers de cualquier pieza que a alguien se le ocurra: Ellie, descansando en los acordes de Californication; Ellie, contando sus pérdidas en los versos de Hurt; Ellie, navegando su tristeza en Wish You Were Here. Melodías infinitas en las ruinas del fin del mundo, que encierran, como burbujas, lo que podríamos ser si la tecnología no estuviese constantemente supeditada a la destrucción asumida, al lenguaje del sufrimiento violento como la catarsis por defecto. Porque todo lo demás, todo lo que cae bajo el reino del cuadrado, es un arte de matar que no deja canciones, sino gifs espectaculares y cinemáticas en las que si decides no participar el juego simplemente se para. O, peor aún, se reinicia una y otra vez hasta que cedes y te implicas. Venas del cuello hinchadas, manos que tiemblan, alguien que chilla horrorizada al ver que donde antes tenía un brazo ahora no hay nada.Creo, desde la absoluta honestidad, que la discusión necesaria está en la tensión entre estos dos botones, entre estas dos formas de expresarnos con un mando en la mano, entre estas dos formas de ser otras cuando jugamos. The Last of Us Parte II es un festival de la muerte, un asesinato continuo hiperrealista, en primerísimo plano, tan detallado que es casi imposible que no deje mal cuerpo. The Last of Us Parte II es un espejo ante el que poner muecas, es las miradas entre Dina y Ellie, es tirarse bolas de nieve con los niños. Que existan ambas caras es, nada más y nada menos, un acto de decisión, no una necesidad. La misma dicotomía partía en dos aquel Left Behind que en algunas secciones subvertía sus propias mecánicas para ponerlas al servicio de un paseo íntimo, de gamberradas, de pistolas de agua. En la Parte II hay un momento similar, potentísimo, acogedor, emotivo, que siempre se menciona cuando alguien se acaba el juego, mira hacia atrás y hace una lista de momentos importantes. Una única secuencia en la que podemos ser Ellie y Joel con tranquilidad y parsimonia, sin más objetivo que pasar un rato juntas, liberadas de la responsabilidad de salvar el mundo de los demás primer juego, y de la obligación de destruir el propio en el segundo. Un pequeño coletazo dentro de un AAA que cada vez siento más enterrado en sus propias fórmulas, más cerca de su fracaso definitivo como medio cultural. Un instante en el que jugar no es lo de siempre. En que es otra cosa.
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