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jueves, 31 de octubre de 2019

Análisis: The Outer Worlds #Nivel Oculto


The Outer Worlds

En el polvo de estos planetas

The Outer Worlds

Durante los primeros minutos de The Outer Worlds te cruzas con tres personas. La primera es tu salvador, Phineas Vernom Welles, un científico medio loco que se cuela en una nave llena de cuerpos, te elige —te eliges—, y sale corriendo con la caja que te contiene porque le persiguen unos soldados enfadados. La segunda iba a ser el contrabandista Hawthorne, que te estaba esperando en Terra 2 para recogerte de tu cápsula de rescate y guiarte en los primeros pasos de tu nueva vida, pero a quien la mala suerte coloca en el punto exacto de tu aterrizaje, así que para cuando vas a hablar con el apenas queda un amasijo de ropa y carne. La tercera, unos metros después del accidente, es el guarda Pelham, herido en una cueva porque es tan inútil que se ha disparado a sí mismo, quien te indica por donde seguir avanzando y te da tu primera pistola. La cuarta figura humana que te sale al paso ya no tiene nombre, cara u oportunidad de expresarse; solo es una categoría, un «merodeador vándalo» con una barrita de vida roja encima del casco que le niega una identidad. Alguien que no importa, porque no es persona, sino enemigo, y no tienes que sacar de él que no sea un poco de experiencia y algo de loot. Con este no puedes hablar; está ahí para que lo mates.

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En esa frase inicial de The Outer Worlds anunciando que «la prosperidad aguarda en las estrellas» hay algo que anuncia contradicción. No es la primera señal, ya que al fin y al cabo este es un juego que obtiene una estabilidad formal inmediata gracias a un molde de AAA con pretensión de encajarse en esferas discursivas contemporáneas que van en contra de esa misma naturaleza, pero hay algo en la manera en que se construye esa frase que arroja sombras. Está la palabra «prosperidad» en sí, con su espectro de posibilidades y su ambigüedad enfrentada a las convenciones de un RPG de disparos y looteo masivo como este, pero la duda que me plantea desde su mismo arranque es de qué hablamos cuando hablamos de prosperidad. Al otro lado de The Outer Worlds está Obsidian y su largo reguero de mundos detallados, complejos y llenos de matices, pero cuando a los diez minutos de ponerme a jugar toda la complejidad acaba reducida a los mismos verbos de siempre, todo se viene abajo. Y empiezo a temer que vayan a convertirme en un héroe.

"Su mundo asolado por la búsqueda de beneficios no para de recompensarte por cualquier cosa que haces"

Todo puede filtrarse en un nivel superficial a través de ese primer enemigo de antes, en como forma parte del puenteo mundoficcional que une el editor de personajes y su cabeza saltando por los aires: para darte tantas opciones y libertades a la hora de crear tu propio cuerpo, a The Outer Worlds parece importarle muy poco el de todos sus demás habitantes. Antes de existir puedes tomarte tu tiempo en elegir y mezclar todo tipo de atributos, rasgos identitarios y marcas en la piel que hablen de un pasado, de una presentación en sociedad, de una historia personal como encaje en el universo. Puedes representarte, diseñarte, pensarte dentro de esta primera chispa de agencia que luego va a convertirse en un incendio con la capacidad de consumir todo lo que se le ponga por delante. Tienes la libertad de simplemente de ser y decidir, aunque ello signifique en este The Outer Worlds que la vida de los demás va a estar siempre definida por su relación e incidencia en tu viaje.

Esto es un problema capital que choca de frente con la voluntad anticapitalista y anticorporativa que tiene la obra. Las manos y la experiencia de los de Obsidian se nota en lo bien que retuercen los tropos de la genealogía de The Outer Worlds para hilar todo este nuevo sentido, a pesar de que muchas veces sea tan poco sutil y moderadamente vulgar que se sienta como una parodia de un anarcocapitalismo obviamente absurdo. El poder es ejercido por La Junta, la gente con la que conversas intenta no salirse de lo que sus contratos le permiten decir, las facciones son marcas, los bandidos son desempleados y los asentamientos comunas de trabajo. Es una resignificación interesante, necesaria como parte de ese intento de pertenecer a la época en la que este juego ve la luz, pero que no para de devolver un roce constante y de fondo entre lo que The Outer Worlds dice y la manera en que se juega. Su mundo asolado por la búsqueda de beneficios no para de recompensarte por cualquier cosa que haces.

El calado de esta gran contradicción puede medirse, al menos, desde dos acercamientos diferentes. La primera es esa carga espectral que envuelve a The Outer Worlds, el conjunto de fantasmas que lo sobrevuelan y le dejan con muy poco margen de maniobra en el que moverse. Parte de su esencia es traumática, en tanto rellena el hueco de un New Vegas 2 que nunca llegó, del que transvasa muchos gestos, pero sin que llegue a notarse nunca que desde aquel viejo Fallout han pasado casi diez años. El regreso de Obsidian a esta fórmula ocupa un hueco que ya lleva un tiempo vacío por la deriva que Bethesda ha tenido hacia prácticas corporativas —de nuevo, The Outer Worlds es muy poco sutil— que han degradado de igual manera la calidad de sus obras, la relevancia de su presencia y la imagen pública de la compañía. Esta maniobra es lógica: hay un espacio aprovechable y el estudio lo aprovecha, pero cuando lo que emerge al otro lado es un juego continuista y anclado en convenciones tan discutidas como superadas, el resultado es puramente conservador. Una obra con una génesis en la que parece pesar demasiado la revancha.

Algo que entronca con el otro acercamiento, el del encuadre de en las obras que le preceden en lo inmediato. Una de las reflexiones más compartidas durante estos días es que la experiencia de Disco Elysium puede interferir con la de The Outer Worlds por la manera en que parten de lugares comunes prácticamente idénticos, pero discurren de maneras absolutamente opuestas. Mi experiencia personal está en esta linea, pero creo que la cosa va mucho más allá que la simple comparación entre dos juegos que se parecen y coinciden en el lapso temporal de una semana, ya que lo que interfiere con The Outer World es que su jugadorcentrismo, su violencia y el utilitarismo de sus existentes son señas de inmadurez. La desconexión no es entre estos dos juegos, sino entre esta fantasía de poder intergaláctica y un medio que lleva tiempo esforzándose por dejar este tipo de experiencias atrás, al menos en sus esferas indie, sea lo que sea lo que esto significa a día de hoy. Jugar a The Outer Worlds no devuelve ya esa sensación de «necesidad» de nuevas formas de relacionarnos con mundos virtuales y de planteamiento y resolución de conflictos. Los paradigmas han cambiado, pero parece que The Outer Worlds no se ha enterado.

"Las acompañantes de la tripulación tienen sus propios relatos, pero que nunca tienen ni voz ni voto sobre el lugar al que van o a quien tienen que reventarle la cara a palazos"

Solo en este 2019 hay un puñado de juegos orbitando alrededor de lo nuevo de Obsidian que han aportado alguna variación a la mezcla capaz de construir nuevos horizontes a base de desmantelar lo establecido. Hace muy poco hablaba en esta línea de cómo Roman Sands se acoplaba a una tendencia de resignificación del FPS a base de soltar lastre, abandonando rasgos esenciales y abriéndose a nociones tan arriesgadas como el tedio y la vulnerabilidad del jugador. El mencionado Disco Elysium renunciaba a la bala y el espectáculo e invertía la dirección de su crecimiento, escribiendo hacia lo psicológico y emocional y amasando complejidad a base de conversación, reflexión y coexistencia. Sunless Skies le ponía todo tipo de puertas a su cielo y te hacía elegir no solo tu aspecto, sino también la ambición que te llevaba a navegar sus mundos para estrechar la distancia desde la que dialogabas con ellos, y convertía su abanico de libertades en un espectro de identidades posibles, maleables e intercambiables. Outer Wilds abandonó el relato en favor de la poética cósmica, un paisaje plagado de imágenes, recuerdos y destinos compartidos. Este ha sido un año increíble porque hemos podido estar a merced de muchos videojuegos, y no lo contrario.

Por eso mismo la dislocación de The Outer Worlds es tan notable y lo hace sobresalir como un cuerpo extraño. Aquí la otredad siempre está a tu servicio o a tu merced: o son un medio para alcanzar un fin determinado o son un obstáculo hacia alguno de esos marcadores verdes que convierte el territorio de juego en un puro parque de atracciones, todo hecho de cartón piedra y con una demografía hecha de animatrónicos, animadores y turistas. Las acompañantes de la tripulación tienen sus propios relatos, líneas argumentales que puedes seguir con ellos pero que siempre terminan en algún tipo de recompensa —la sustancia próspera, ni más ni menos—, pero que nunca tienen ni voz ni voto sobre el lugar al que van, la forma en que se visten o a quien tienen que reventarle la cara a palazos. Las expendedoras de misiones, tan ubicuas como esas máquinas que están por todas partes para comprar armas, armaduras y municiones, nunca piden favores, porque saben que en un contexto como este no vas a hacer nada sin que haya experiencia o dinero de por medio. Algo que se lleva hasta el extremo, como cuando ayudas a algún habitante de un trozo de colonia desolado y te paga con todos sus ahorros, sin importar que sus 500 bits de toda una vida de trabajo —ese mismo trabajo que The Outer Worlds intenta poner en la picota— sean menos que calderilla para ese héroe que solo estaba de paso. De los enemigos no hace falta decir mucho: su asesinato no es sino el poso amargo de una parte del medio anclada en el pasado.

Un ancla que tiene gran parte de su peso en una idea de diversión enquistada, llena de feedback loops, tonadillas, luces brillantes y flamantes escaleras que no llevan a ninguna parte. Una que, además, para poder desplegarse en paralelo al discurso contraliberal necesita ignorarlo todo el rato, y esa es la gran contradicción de The Outer Worlds, que para poder manejar con una mano los hilos de su fachada ideológica y con la otra el festival de disparos, desmembramientos y robos tenga que mantenerse en la total equidistancia. Las colonias se mueren bajo la tiranía de la propiedad, de la burocracia y de la producción, pero tú puedes ir por ahí repartiendo muerte y llevándote hasta las latas de atún que guarda la gente en los cajones de su cocina, que no va a pasar nada: no son personas, sino atrezzo a una fantasía representacional que categoriza y segrega a sus víctimas. Que se sirve de ellas para poder articular su idea obsoleta de juego.

Y lo es porque en su proceso de convertirte en héroe lo que hace es convertirte en un turista. Uno de los de la peor calaña, de esos que se mueven en la superficie de las realidades ajenas pero que se creen en posición de entrometerse y juzgar las circunstancias que le son ajenas. Alguien que llega y finge que se preocupa por los problemas locales pero que solo está ahí porque necesita llevarse algo: una batería para la nave, un pedazo de información o un bote lleno de sustancias químicas para ese científico extravagante al que, quieras que no, le debes la vida. Porque la clave está en el porqué de las cosas, en las motivaciones que hay detrás de cada decisión y movimiento, y en The Outer Worlds naces, te armas y sales a hacer lo que otros te dicen que hagas. Y en un juego sobre la tiranía capitalista y el anarcorrédito, que te pongan a hacer turismo de la opresión, que te conviertan en un saqueador sin ataduras ni consecuencias y en un asaltavidas que llega a un planeta sin nada y se larga con todo es demasiada contradicción. Demasiado que perder por unas pocas horas de tiroteos en pandilla.

"Un juego sobre la tiranía capitalista y el anarcorrédito que te conviertan en un saqueador sin ataduras ni consecuencias es demasiada contradicción"

Por todo esto, The Outer Worlds es uno de esos juegos que llegan a destiempo y que se acoplan a esa región del videojuego que sigue encerrada en la de espaldas hacia el futuro, con la vista puesta en el reguero de ruinas, violencias y muertes que va dejando a su paso. O con la cara encapuchada para no ver lo que tiene a los lados, como un caballo desbocado que se pararía en seco si se parase un solo segundo a ver qué hay a la vereda de estos caminos tan transitados como gastados. Porque hay una imposibilidad inherente al tejido relacional dentro de un videojuego si entre cada residente con quien te topas y tu avatar hay siempre un arma como intermediaria, como recuerdo constante de que cualquier pasaje en el que no estés pegando tiros es solo transitorio, una anomalía intramuros que sirve para acopiar más motivos para volver al otro lado y seguir con lo tuyo.

Pero es solo gracias a esa barrera insuperable puedes ejercer como héroe, aunque ello signifique que cualquier comentario que quiera hacer The Outer Worlds sobre sufrir bajo las garras de los tiranos sea del todo cuestionable, porque aquí son siempre los demás los que sufren, los mutilados y los que se quedan en el camino. Tú estás por encima de todo eso, eres impermeable, invulnerable e inquebrantable: el que se beneficia, el que mata, el que rapiña, el que obtiene dinero y experiencia. La persona que se divierte en medio del retrato de una miseria lejana, determinista y ajena. La que sobrevive, la indispensable y la que siempre gana.