Todo robot encierra una humanidad cuestionándose a sí misma. Los cuerpos mecanizados y las inteligencias artificiales han servido desde su alumbramiento hipotético para que la ficción nos ponga ante un espejo en el que pensarnos. Cuando el androide reflexiona, reflexionamos; cuando se relaciona con sus semejantes o sus creadores, nos preguntamos cómo se tejen nuestros propios vínculos personales; y cuando lo imaginamos libre, soñamos que nos liberamos. En lo literal y en lo literario los autómatas son un campo de exploración de lo que somos.
Mi primer texto en esta casa meditaba sobre todo esto, así que hoy se cierra un círculo. Con aquel Localhost de Aether Interactive cavilaba sobre cómo fingirse humano, la relación con el propio cuerpo y de las inevitables dudas ontológicas que surgen cuando la máquina nos hace la simple pregunta de y tú, ¿qué? Aprovechaba, también, para hablar del anexo propuesto por Leigh Alexander a la tríada de leyes de Asimov, casi kantiano, de tratar a los demás como quisieras ser tratado, que terminaría de perfilar nuestra interacción con la vida recreada. Implementarla supondría un enorme conflicto, pero supongo que es precisamente por eso que terminaría de hacerlos a nuestra imagen y semejanza.
"The Colonists es una experiencia entretenida, progresivamente compleja y hasta relajante"
Los robots de The Colonists sueñan precisamente con esto: aspiran a sentirse humanos. Han huido de La Tierra para buscar un rincón en el espacio que les permita lograrlo, un lugar en el que comenzar una nueva vida de autorreplicación y trabajo. Allí llegan con un pequeño cohete, una impresora 3D, unos pocos troncos de madera y unas baterías. En ese justo momento nos acoplamos, como cursor y como brújula, para dirigirles en su búsqueda existencial y en la gestión de la colonia. De nosotros dependerá su prosperidad, aunque el planteamiento que el juego hace de este término sea algo digno de discusión.
Los dos pilares fundamentales de The Colonists son el diseño de caminos y el control de la productividad. Partiendo de un territorio organizado en rejillas, nuestra labor esencial será la de diseñar una red de vías principales y secundarias por las que los habitantes moverán todos los recursos que recolecten, conectando las fuentes de materias primas con las estructuras de manufactura y estas, a su vez, con su puesta en servicio. Es una cadena muy básica pero que define a la perfección el núcleo de la obra: recolectar, transformar y construir.
La eficacia de esta secuencia devolverá un valor de productividad que será el medidor principal de nuestra habilidad como diseñadores y gestores de las colonias, algo que luego se traducirá en la valoración que el juego hará de nuestro desempeño en cada escenario, siempre en función del tiempo. De manera más resumida: en The Colonists tenemos que producir mucho, muy bien y muy rápido para alcanzar el éxito.
"Los robots de The Colonists aspiran a sentirse humanos"
Por esto mismo es inevitable sentarse un momento a discutir qué queda de aquella premisa de humanidad pretendida tras unas pocas partidas. Vaya por delante que los sistemas jugables que entretejen desde Codebyfire funcionan muy bien —aunque su implementación no termine de alcanzar cotas demasiado complejas—, pero todo parte de esa pulsión existencial que termina traducida a un puro movimiento productivo. Es como si los pequeños robots de The Colonists hubiesen acudido a las estrellas en busca de libertad para solo encontrar liberalismo.
De ello surge una suerte de robotariado cuyos límites vitales se cierran en torno a su dimensión industrializada, compuesto de una suma de cuerpos hiperespecializados que se adaptan a la actividad concreta, que cambian los miembros por herramientas. Como colectivo, tienen algo de aquellos Teks de Subsurface Circular, que Mike Bithell concibió sin rostro ni autonomía más allá de los rasgos distintivos de la profesión que ejercían. En The Colonists sí hay rasgos faciales —en forma de cara-pantalla— y todos sonríen mientras pican piedra, esquilan lana o imprimen libros. El resto del tiempo, cuando no están activos, duermen el sueño de los ociosos y los inútiles.
Esto es algo que contrasta con la decisión de dar nombre a cada uno de los habitantes de las colonias. Frostpunk también lo hacía —el mejor juego de estrategia que ha pasado este año por mis manos—, pero como parte de un aparato relacional que también les daba apellidos y generaba una red de parentescos, sumada a su estado de salud, su lugar de residencia y su puesto de trabajo. En The Colonists solo hay nombre y labor; Sonia la minera siempre está en la mina, y Steve el leñador siempre está picando leña.
Frostpunk, además, concebía turnos de producción y consumo. En la última ciudad sobre la tierra congelada se curra de día y se descansa de noche, pero queda tiempo para ir a beber, para apostar en la jaula de pelea o para que los niños se crean niños por un rato. En esta dualidad siguen siendo humanos, aún cuando el aire se hiela sobre lo que quedaba de sus vidas. En el ensayo humanista de los autómatas de The Colonists no hay lugar para el ocio y la dispersión, como si en su construcción de libertad el único incapaz de ser libre fuese el propio tiempo. Las colonias dependen de su circulación constante: o se mueven o perecen en el intento.
En ello influye, también, el hecho de que los recursos tienen entidad física: ocupan espacio. Los treinta y dos tipos de materiales —algunos básicos, como el barro y el trigo; otros, complejos, como los ladrillos o el pan— se representan en forma de cubos que el robotariado mueve arriba y abajo por las calles de la colonia. En cada nodo de las carreteras principales caben cuatro cubos, en cada edificio ocho de entrada y ocho de salida. Esto obliga a pensar muy bien la disposición de caminos y cruces, pero también la posición de unos edificios respecto a otros. Si una materia prima tiene que recorrer un largo trayecto hasta su lugar de transformación toda la cadena se resentirá y bajara la productividad. Y en The Colonists, eso es un desastre.
El peor resultado de un mal diseño son calles saturadas, puestos intermedios repletos de cubos que impiden el transporte de recursos, que dejarán a los robots sumidos en esa somnolencia de la falta de propósito. También es preciso microgestionar las situaciones de déficit y superávit. Ninguna estructura debe recibir ni más ni menos que lo necesita o la frágil estabilidad del sistema se resentirá. Hay una lección básica en todo esto: en las lógicas de la producción, todos los aleteos de mariposa devuelven huracanes.
Hay, además, dos rutas posibles en The Colonists. Tras dos misiones básicas a modo de tutorial, podemos seguir un camino pacífico impulsado puro desarrollo de la colonia como objetivo, o añadir combate a la mezcla. La guerra aquí es territorial: se lucha con torres y anexionando casillas de territorio; todo elemento enemigo que caiga dentro de nuestro territorio es destruido, hasta que conseguimos alcanzar la nave nodriza del rival. Es un modo extremadamente simple en su ejecución pero que añade toda una capa de lectura a la obra, empezando por la duda sobre si los robots son más humanos por pelearse entre ellos o todo lo contrario.
La guerra es la única actividad aquí que no devuelve nada, que solo se come recursos para destruir los avances contrarios. Todo lo demás es un ciclo de cambio: la carne y el agua se convierten en energía, esta alimenta las canteras, de cuyas piedras se crean sidrerías que devuelven alcohol para generar energía cada vez más complejas, que a su vez se emplearán en actividades más exigentes. El camino pacifista termina en monumentos y celebración; el bélico en colonias consumidas por el fuego.
"Es como si los pequeños robots de The Colonists hubiesen acudido a las estrellas en busca de libertad para solo encontrar liberalismo"
La pregunta es tan evidente como necesaria: ¿es esto lo que significa ser humano? Vivir para trabajar hasta volverse inútil o existir para negar la existencia del contrario. Heaven Will Be Mine relataba cómo la humanidad creyó ver una amenaza existencial acechando en la negrura del espacio, y cómo al ir a combatirla no encontró nada salvo la compresión de que ella misma era potencialmente autodestructiva. En The Colonists hay dos autodestrucciones: una, evidente, la de las flechas y cañones arrojadas en una contienda que encuentra los límites en sí misma; otra, más difícil de asimilar, la de la detención como vacío. O te mueves o te conviertes en tu propia entelequia.
Todo esto no es más que una contradicción más, un videojuego cuya premisa y ejecución no terminan de encontrarse. Como experiencia, The Colonists es entretenida, progresivamente compleja —aunque, de nuevo, no mucho— y hasta relajante. Uno de esos títulos a los que a poco que bajas la guardia acabas por entregar horas y horas de tu día. Ver cómo los robots evolucionan y pasan de la piedra al ladrillo y del ladrillo al acero es bastante satisfactorio. Lograr construir el edificio más complejo, esa estatua al progreso hecha de oro y cristales que marca el final del camino es todo un reto. Un logro que, no obstante, diría que deja con ganas de más.
Porque The Colonists es, en el fondo y explícitamente, poco más que un juego de unos robots que quieren sentir algo de humanidad, pero no tienen ni idea de lo que ello implica. Tal vez porque se empeñaron tanto en rebuscar por el espacio un rincón donde encontrarla que no se dieron cuenta de que la habían llevado dentro todo este tiempo, y que su auténtica victoria habría sido toparse con otra cosa, inventar una alternativa. Esa otra manera de vivir que buscamos a través de nuestros robots ficticios, pregunta a pregunta, pero que todavía no terminamos de imaginar.
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