Desde el inicio de sus tiempos, el videojuego ha puesto todo tipo de poderes en la mano de sus invitados. Literalmente, ya sea en forma de arma, habilidad o artefacto, son muchísimos los ejemplos que pueden rescatarse de cómo los jugadores han podido doblegar el mundo a su voluntad con el simple movimiento de un dedo. Desde reventar cráneos de demonio con una simple recortada al estilo Doom a doblar el espacio-tiempo con un Portal, hemos pasando por los clones de The Swapper, el dubstep mortal de Saint's Row 4 o el reciente Cañón GLOO de Prey y su capacidad de manipular la topología del entorno, por mencionar unos pocos. Eso es el auténtico poder: apretar un botón y que la realidad te siga el ritmo.
The Free Ones no logra añadir una muesca más a este rosario, aunque sí que merece una mención de honor por intentarlo. Su premisa mecánica es fácilmente resumible: te da un guante que dispara arpones y cuerdas que te permite engancharte a cualquier superficie de madera. En torno a este artefacto, los de Farsky Interactive construyen un territorio físicamente fragmentado y vertical, un espacio donde la tierra cede protagonismo a un aire que deberemos dominar, practicando el noble arte de la caída y dominando las carambolas de una inercia que no se dejará domesticar de buenas a primeras, pero que devolverá todo el placer del movimiento en esos pequeños momentos en que logremos, con un simple clic, sentir que podemos volar.
Esta es, como todas, una apuesta arriesgada. The Free Ones se lo juega todo a su concepción puramente mecánica, y si bien es cierto que combina con soltura sus pocos ingredientes para devolver una cinestesia muy sólida, el poco cuidado que reciben otros aspectos básicos del título devuelve una experiencia muy irregular. Presa de la clásica regla de que aquello que no suma termina por restar, el empeño por intentar tejer una trama narrativa y un mundo que resuene con la esfera jugable del juego, pero su incapacidad por aprovechar ninguno de estos hilos, deja una sensación de que hubiese sido mejor prescindir de ellos. Y es que, por encima de cualquier otra impresión, la que predomina aquí es la de que en el inicio fue el verbo, y luego todo lo demás.
El primer gran lastre de The Free Ones es su acuciante linealidad. Su escenario se construye a partir de un hub central del que parten diferentes ramificaciones a las que accederemos en orden, escalando progresivamente una curva de dificultad tan amable como exigente cuando toca.
"The Free Ones reluce cuando estamos en el aire, pero cada vez que pisamos tierra firme todo el conjunto se tambalea bruscamente."
Cada uno de estos pasajes, no obstante, no es sino un pasillo disfrazado, ya que cada reto a vencer en el camino se reduce, en la gran mayoría de casos, en superar el vacío entre un punto A y un punto B, una entrada y una salida. Y aunque en ocasiones tendremos un par de formas para afrontar algún desafío, el componente de exploración brilla por su ausencia, ya que hasta los objetivos secundarios —los memoriales, unos marcadores que podremos coleccionar mientras avanzamos— se conciben solo como forma de exprimir nuestra capacidad de maniobra.
En paralelo, el esfuerzo por contextualizar los elementos jugables y darles cohesión temática produce situaciones absurdas. Las diferentes zonas de The Free Ones se diversifican a través del juego con sub-rutinas propias que, una vez más, brillan en lo mecánico, pero pierden el equilibrio al intentar impostarles un sentido. En los niveles iniciales, las superficies de madera a las que cogernos serán estáticas y de tamaño generoso, como puntos gordos, y según avancemos irán reduciendo su tamaño, transformándose en finas líneas o pasando a ser objetivos en movimiento. Estos arquetipos se visten de trenes de mercancía, cajas que flotan en un río o andamios y edificaciones que están, literalmente, en medio de la nada. Así, entre salto y salto, uno no puede sino preguntarse si el número de convoyes es tan infinito como parece, qué tipo de negligencia hace que tanto género termine perdido en las corrientes fluviales o por qué hay enormes pabellones en lo alto de riscos inaccesibles.
Frente a esto, todos los virajes jugables vienen siempre introducidos en un primer encuentro que presenta la nueva variación de turno, que luego el juego explota durante el tiempo suficiente para generar envites considerables sin llegar a volverse tedioso. Para no seguir pormenorizando, basta decir que The Free Ones reluce cuando estamos en el aire, si bien cada vez que pisamos tierra firme todo el conjunto se tambalea bruscamente.
Porque en esos momentos en que tocamos el suelo con los pies, The Free Ones se obstina en contar una historia superficial y plagada de clichés que es incapaz de aportar nada a la obra. Su relato muy típico: un colectivo sometido que busca una vía de escape, una última oportunidad para hacerlo, un héroe que los guiará al otro lado de los muros, con algún giro de guion a mitad de travesía. Una trama que, además, se desarrolla mediante conversaciones por radio que resultan rígidas y poco naturales, cuyos interlocutores pasan del amor al odio y a la reconciliación en apenas unos minutos.
Todo ello aderezado con la imaginería de una hipotética lucha de clases —una región minera en declive— que vive más en las piedras de sus enormes esculturas escondidas en recónditas cavernas que en los propios habitantes de las mismas. Gentes que nunca veremos, ya que apenas nos cruzaremos con un puñado de personas al inicio de la aventura, que nos ignorarán durante el resto del juego.
Por todos estos problemas, The Free Ones se conjuga en un título excesivamente gamey, un batiburrillo de partes yuxtapuestas que hacen que el verdadero mérito del producto se vea empañado: un videojuego que atesora un gran valor al que le cuesta aflorar. Y aun así, cuando lo consigue, logra seducir, ya que pese a sus taras, volvía a cada partida con muchísimas ganas de seguir conquistando sus vientos, incapaz de recordar la última vez que un juego me cogió de la mano y me dio la oportunidad de hablarle de tú a tú a la gravedad.
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