Al investigar el videojuego como artefacto cultural, existen varias maneras de aproximarse a su estudio que pueden tenerse en cuenta. Uno de esas perspectivas (o, si se prefiere, una de mis creencias principales), es la idea de que, como cualquier forma de arte, los videojuegos son capaces de actuar de reflejo de ansiedades y conflictos existentes en nuestra sociedad. Obviamente, esta suposición no implica necesariamente que todos los juegos hayan de tener algún tipo de dimensión política. Internet (y la vida en general) está lleno de ejemplos de personas que tratan de llevar sus teorías sobre lo que una obra significa un poco demasiado lejos: desde los más inofensivos hasta los más siniestros, existen multitud de ejemplos de obras de arte que, de una forma u otra, han acabado actuando de espejo para las ideologías y actitudes de generaciones enteras.
De nuevo, eso no quiere decir necesariamente que el texto en sí presente esos temas de una forma explícita. De hecho, de los dos ejemplos mostrados, uno de ellos caería más en el campo de lo explícito, mientras que el otro cae decisivamente en el espacio de la interpretación personal. Del mismo modo, muchas obras tienden a presentarse a sí mismas como poco más como objetos de entretenimiento, productos mercantiles cuyo único objetivo es enriquecer a sus creadores e inversores. Es el clásico adagio que muchas veces trata de aplicarse a medios enteros, y más recientemente, parece aplicarse más a los videojuegos que a cualquier otra forma de cultura popular reciente: «El objetivo de un videojuego es divertir ante todo», «no es más que un juego, no te lo tomes tan en serio», «deja de ver lo que no hay en lo que estás consumiendo», etc…
Sin embargo, como en toda obra de arte, existe un cierto campo de interpretación personal en toda interacción con los medios. Todo juego que se precie interactuará con nosotros a través de las acciones que demande de nosotros, y la manera en que reaccionamos a esas demandas (y la conclusión que sacamos del impacto de nuestras acciones) es algo enteramente personal. Lógicamente, muchas veces esas sensaciones serán configuradas por nuestras creencias y trasfondos, y la experiencia que extraigamos de una sesión de juego vendrá definida por una multitud de micro-acciones de las que muchas veces ni siquiera somos conscientes. En muchas ocasiones, siento que las reclamaciones de los búnkeres anti-intelectuales que reclaman ver a los videojuegos como «solo diversión» no se dan cuenta de que, a la hora de aproximarse a sus juegos, están haciéndolo con la intención expresa de desconectar y escapar un poco de su rutina diaria. Y no hay nada de malo en tratar a los juegos como escapismo, porque al fin y al cabo, han demostrado una y otra vez que son magníficos pasatiempos y excusas para socializar con los amigos. Y cuando uno se somete durante mucho tiempo al marketing de la industria, es fácil acabar creyendo que los juegos no tienen por qué aspirar a más.
Al mismo tiempo, se han dado grandes pasos en el reconocimiento del potencial artístico en los videojuegos en los últimos años, y gracias a ello, las posibilidades de diseño no parecen dejar de aumentar. Ejemplos como Shovel Knight y Super Hexagon (y otros similares) muestran un cierto nivel o estándar de refinamiento en las mecánicas de interacción que, en muchos casos, evocan ideas y conceptos capaces de trascender su condición de objetos de ocio. No soy el primero en decir que la clave del éxito de estudios clásicos como Nintendo radicó en esta sublime capacidad de combinar satisfacción con visuales y sonidos emblemáticos, historias simples y absorbentes, y temáticas universales y con cierta sensibilidad artística. En cierto sentido, creo que la razón por la que siento (y por la que creo que mucha gente siente) que el mundo indie tiene tanto potencial es en esa capacidad para alcanzar esa especie de umbral que muchas veces parece perdido en los juegos triple A, donde entretenimiento inocuo y fidelidad visual priman sobre satisfacción mecánica y evocación estética. Todos estos juegos, pese a sus limitados presupuestos, saben recompensar al jugador su dedicación a través de elementos lúdicos y visuales (la intensa estimulación cromática de Super Hexagon o el intenso subidón de adrenalina de AAaaaAAAaaaAAaaa!! for the Awesome). Y, en ocasiones, cuando ese tipo de sensibilidad lúdica viene acompañada de una historia entretenida o unas animaciones interesantes, el medio puede ofrecer momentos verdaderamente sublimes.
El caso de Bastion
Por las razones expuestas arriba, muchas veces tiendo a clasificar al juego de hoy, Bastion, como un caso ejemplar de esta categoría de juegos que saben aunar jugabilidad satisfactoria con una historia encomiable. Todos los que han jugado activamente a este juego y han tratado de amaestrar las múltiples armas de Kidd (especialmente en las arenas opcionales) pueden testificar que el esquema de controles de Bastion está engrasado a la perfección. Puestas juntas, las mecánicas de combate, el comportamiento de los enemigos y los controles de Kidd exigen un cierto grado de estrategia que evita que las partidas degeneren en descerebradas sesiones machaca-botones. A estos factores se añade, por último, la posibilidad de personalizar las armas y habilidades de Kidd, así como la capacidad de ajustar el nivel de desafío a través de diversos objetos disponibles en el Bastión. La amplitud de opciones de juego en Bastion, a pesar de su aparente complejidad, consigue instaurar un modelo de juego que evoca esa sensación de control y satisfacción que franquicias clásicas como Legend of Zelda lideraron en sus inicios.
Al mismo tiempo, sin embargo, Bastion también es reconocido a día de hoy por su distintiva estética y por la forma un tanto particular que tuvo de presentar su historia, concretamente a través del cuentacuentos Rucks, narrador implicado en los mismos sucesos de la trama y cuya caracterización aportó cierta dosis de ambigüedad a lo que, en otro caso, hubiese podido ser una narrativa poco destacable. Reseñas del momento avalaron al juego por su flexibilidad y por su énfasis en la exploración, mientras que otras tomaron nota de la narrativa o la música como objetos meritorios en sí mismos, dignos de ser analizados en aislamiento del resto de elementos. Aunque es cierto que Bastion es todo eso y más, el valor en tanto que producto artístico quedó oscurecido en su momento por la típica prisa de las reseñas de primera hora, que optaron por fijarse en esos elementos y compararlos con otros juegos similares sin tratar de ir más allá. Meses después, análisis más exhaustivos (como el de Christopher Franklin) empezaron a indagar en el potencial artístico del juego, en muchos casos aportando observaciones personales sobre el potencial alegórico del juego más allá de sus mecánicas. En el caso de Franklin, su interpretación personal de Bastion como alegoría de una ruptura surgía a partir de un análisis del tono general que permeaba el entramado visual del mundo; tono que se reforzaba sutilmente con elementos interactivos estratégicamente situados. Igualmente, el análisis comparativo entre el contenido audiovisual y la dimensión táctil del juego (el esquema de controles y las reglas de interacción) podían revelar otras lecturas interesantes aparte de la de Franklin.
En términos generales, juegos como Bastion asientan su jugabilidad en unas convenciones fáciles de reconocer por jugadores experimentados. Resumiéndolo en pocas palabras, se trata de un estilo de juego que prima una gratificación basada en la obtención de opciones y en la capacidad de abrir nuevas posibilidades. Cada nueva arma, ítem o habilidad que Kidd (o Link, o cualquier protagonista de un Action/RPG) es una nueva forma de interactuar con el mundo y los personajes que lo pueblan. El tipo de progresión que estas mecánicas ofrecen resulta ideal para mundos de juego como el de Bastion, que poseen un mapa central que actúa de base de operaciones (el susodicho Bastión) y que el jugador puede reconocer como un «hogar». A partir de ahí, el resto del mundo se va descubriendo lenta y progresivamente y al ritmo del jugador. Llevado a sus elementos más básicos, los juegos diseñados así se asientan en una filosofía de la exploración, descubrimiento y fortalecimiento (y obtención de agencia en el espacio de juego) a través del mismo acto de descubrir. Muchos pioneros del género (como el mencionado Legend of Zelda y ejemplos más tardíos como Alundra) asientan su atractivo en estos factores y los refuerzan a través de múltiples detalles y elementos que contribuyen a su presentación general.
A un nivel superficial, Bastion ofrece el mismo tipo de experiencia que estos clásicos, pero al contrario que ellos, Supergiant Games los emplea de un modo sutilmente diferente. En primer lugar, el tono inherentemente melancólico de la historia, aunque difícilmente exclusivo a este juego, establece una relación bastante particular con los controles. La contextualización de nuestros actos rara vez ofrece momentos de felicidad, y en algunos casos parece contribuir a la pesadumbre general que domina al mundo de Kidd y sus compañeros. Aún más, existe una cierta tendencia del juego a presentar nuestros actos como ambiguamente inmorales. Y, cuanto más sabemos de la historia del mundo (y los múltiples crímenes de Caelondia a los Ura), menos simpatías se ofrecen a los responsables de la Calamidad. Y, como no, el descubrimiento del pasado de nuestros personajes (especialmente el de nuestro narrador) deja una sensación de malestar en tanto que nunca estamos seguros de representar al «lado bueno» en el caótico mundo dejado tras la guerra.
Normalmente, juegos que tratan de hacer sentir mal a los jugadores calificándoles como «malignos» o «inmorales» dentro del juego reciben críticas por su tendencia a forzar el mensaje, normalmente por obligarles a seguir caminos de baldosas amarillas. Sin embargo, Bastion rara vez ha recibido estas críticas, y creo que la razón por la que no es así es precisamente porque, pese a la tristeza y tono deprimente de la historia, nuestras herramientas de interacción son inherentemente positivas. A través de nuestras acciones, Kidd gana habilidades y capacidad de movimiento, lo cual va dejando entrever el mensaje que, para mí, es el corazón mismo del juego: la importancia de reconstruir y seguir adelante. Por muy inmorales que sean las acciones de Kidd y Rucks en el camino, o de la nación de Caelondia, el Bastión tiene prioridad porque es un símbolo de esperanza para el mundo entero. Y al final, cuando por fin comprendemos su verdadera función, el juego nos ofrece dos opciones decisivas, quizá no desde un punto de vista jugable, pero sí desde el punto de vista de lo que podemos hacer con lo que hemos conseguido: continuar la batalla donde la dejaron otros (y, en última instancia, volver a cómo eran las cosas antes) o aprovechar aquello que hemos construido con tanto esfuerzo en la partida para perdonar y dejar el pasado atrás.
Como toda buena obra de arte, Bastion se retrae de presentarnos una solución única a nuestros actos, y como todo buen videojuego, permite que el jugador tenga cierto espacio para juzgarse a sí mismo en vez de ser juzgado por el sistema en sí. En cierto sentido, espera de los jugadores cierta experiencia previa; y no es el producto más accesible en su género, pero es innegable que su interés principal está en hacer sentir al jugador que sus actos tienen valor. Con esto, me refiero a la capacidad del juego para hacer sentir al jugador que sus actos marcan una diferencia en un mundo destruido por la xenofobia y el militarismo; y más aún, que en última instancia el jugador sea capaz de decidir si sus esfuerzos deberían encaminarse a darle una segunda oportunidad al viejo orden o comenzar uno nuevo. Al presentar un esquema de controles familiar en un escenario y unas opciones únicas y, lo más importante, significativas y transcendentes, creo que Bastion cruza ese umbral que establecí antes arbitrariamente. Y análisis como el hecho por Franklin y otros críticos pueden ampliar nuestra apreciación por ellos y, lo más importante, reflejar ansiedades y conflictos de nuestro tiempo.
Fuente: indie-o-rama
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