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lunes, 27 de julio de 2015

Industria come industria: Por qué el capitalismo voraz nos carcome [indie-o-rama]

Desde pequeño he amado los videojuegos. Desde hace algunos años, trabajo en la industria que los produce. Y desde mi perspectiva, creo que la avaricia de unos está poniendo en riesgo el microcosmos más preciado de muchos. «¿Cómo puede ser?», dirán. Si en los medios, los videojuegos ganan cada vez más protagonismo. Ay, con lo que ha cambiado la imagen de los juegos y de sus usuarios. Si hace apenas unos años la única conexión entre opinión pública y videojuegos se producía a través de los prejuicios y de campañas contra la violencia o contra el presunto carácter corruptor de juventudes, y hoy día el ser videojugador es una banalidad. Su presencia es prácticamente omnipresente en teléfonos y tablets, y el público al que se dirige se muestra cada vez mayor y más diverso. La oferta, más variada. ¿Cuál es el problema, entonces?

El primero, parte de uno mayor, es de índole social: no somos capaces de entender los videojuegos de otra manera que no sea como un producto a rentabilizar. En otras palabras, no todo videojuego nace de una industria ni persigue un objetivo comercial, y sin embargo así es como se les está tratando desde todos los frentes. Con más facilidades que nunca para crear y compartir experiencias interactivas de todos los tipos, cabría esperar una revolución del medio. El enorme potencial de los videojuegos como herramienta educativa y comunicativa, como lienzo en el que plasmar artísticamente ideas de un modo imposible en otros formatos o soportes, parece un complemento perfecto a las producciones comerciales (o al concepto, más clásico y muy respetable, de videojuego entendido como experiencia que busca el entretenimiento y la diversión directa). Sin embargo, venimos acotando la creación de juegos al contexto de una mera transacción comercial que hay que optimizar. Supeditamos la riqueza de este medio fascinante a la riqueza material que, se supone, debe producir. De hecho, veo conveniente plantear este conflicto desde la mirada de los otros, y en concreto desde un punto de vista un tanto diferente. Kieron Gillen, escritor y guionista con larga trayectoria como periodista de videojuegos, hace la siguiente afirmación en su prólogo de Embed With Games, el libro de la también escritora y exponente del periodismo gonzo Cara Ellison:

«El problema viene cuando realmente te preocupas por los juegos de una manera que va más allá de que te gusten. El problema es doble si además te preocupas de verdad por el oficio de escribir, porque entonces acabas luchando con todos los problemas de la industria.»

La industria, esa bestia. Desde dentro se pueden ver las mil caras de esa zozobra sobre la que se asienta; por ejemplo, cómo se llegan a reducir los videojuegos a una especie de tragaperras, como vemos con frecuencia en el mal llamado género de los F2P (o free-to-play) con diseños construidos en base a cuidadosos sistemas de palancas psicológicas que procuran que el jugador pague con creces lo que no ha tenido que pagar al adquirir el juego. También se aprecia el estigma heredado del videojuego como cortijo de un cierto sector joven y masculino, desorientados en medio de una revolución por la que su hobby incumbe, como ya señalábamos, cada vez a más gente; una intención errada que se vuelve contra el que la empuña como arma con la que reclamar una posición en una sociedad virtual cada vez más heterogénea y en apabullante expansión. Esta parte de la audiencia que no entiende que su cortijo es en realidad el nuestro, el de muchos, se sigue demostrando fanática y difícil de educar en la tolerancia. A ellos —y a otros tantos— los aqueja un machismo que ha impregnado todos los estratos del medio, y que aún hoy marginaliza, distorsiona o ridiculiza el rol que los personajes femeninos representan dentro de los propios juegos, y que por supuesto también violenta a las mujeres al otro lado del telón, materializandose en forma de sexismo o de abusos que las profesionales de la industria han de soportar en los estudios que los producen o en los medios que las contratan. De hecho, las simples aficionadas también arrastran esa cruz en las conferencias a las que acuden o en los espacios online en los que cultivan su afición.

Y bueno, definitivamente el problema no es que sea difícil ganarse la vida escribiendo o creando videojuegos (que lo es); el problema es que para hacerlo haya que entrar casi obligatoriamente en una serie de dinámicas de mercado que conllevan, como señala Gillen, a «luchar contra todos los problemas de la industria». Eh, lo tenemos. El problema es el capitalismo. ¿Y si ponemos en perspectiva el maltrato que las mujeres vienen sufriendo? El problema es el capitalismo heteropatriarcal.

Nadie está libre del bastón ni del yugo. Nadie escapa a la tentación de la riqueza y del poder, siempre que se las llame prosperidad e influencia, como sucede incluso en el entorno de los desarrolladores más modestos. Cuando una de estas producciones triunfa a nivel comercial —dicho sea de paso, el único indicador de su valía en un escenario de sobreproducción y por ende exceso de oferta— se suceden las metáforas; David contra Goliath. Los irreductibles galos. Ese concepto del underdog que tan atractivo resulta, y que vemos constantemente en este y otros ámbitos competitivos es un perfil que despierta admiración no tanto por lo que se ha conseguido como por lo que se deja atrás. También hay clases y clasismo en el desarrollo de videojuegos.

Es imposible ofrecer un retrato preciso y detallado de la escena independiente, un conjunto de creadores por indefinición inabarcable. Pero curiosamente sí se puede encontrar un perfil bastente cristalino y aceptado del indie exitoso, y no es otro que la demostración de cómo los valores capitalistas vuelven a ganar. La historia del estatus de los indies, paralelo a su ciclo comercial y no por casualidad, es la misma que sucede repetidamente en otros movimientos minoritarios. Surge de un rechazo a las figuras de poder y a las instituciones (o el establishment) representados en las grandes compañías del sector, y en los gustos mayoritarios de sus propios clientes. Nace, pues, como una forma de contracultura que busca, crea o adopta una cultura y reglas propias. Con su propio lenguaje y sus propios códigos, que amalgaman a cada vez más gente bajo su bandera tras una fase de rechazo inicial. Tras un proceso de tolerancia que deviene en aceptación general sigue una última fase de absorción, en la que la contracultura se convierte en mainstream, y el sistema la engulle.

A grandes rasgos este es el camino que ha seguido el antiguo nicho del videojuego independiente, un devenir cuya sintomatología se puede observar en diversas ramas dentro del ecosistema de creación y comercialización de pequeños juegos, como en una matrioska infectada independientemente en cada una de sus capas. Así sucedió con Kickstarter, una plataforma de micromecenazgo pensada para traer al mundo proyectos arriesgados, singulares o simplemente inviables desde un punto de vista más comercial, que ha quedado relegada a un rol de estudio de mercado para los grandes nombres unidos a grandes empresas. Este es el caso del regreso de Koji Igarashi con Bloodstained, afamado creador de todo un género como el metroidvania, o de la supuesta financiación colectiva de una obra de culto como Shenmue 3.

Cuando el mainstream ha integrado dichos valores a los propios y adoptado los mismos métodos que se rebelaban contra él, la balanza se inclina de parte del sistema. En una igualdad de condiciones ideológicas pero en desigualdad de recursos, acciones como pueden ser la creación de juegos experimentales o con mecánicas inusuales como contramedida a la incapacidad de competir con juegos de editoras (a los que no se puede igualar ni remotamente a nivel de valores de producción) pierden todo su sentido. ¿Qué queda? La copia, el clonado, y la explotación en masa en busca de la viabilidad comercial. Quedan la autodisolución y la capitulación. Y esto no sucede tanto por el empuje del mainstream en sí, sucede porque tenemos al enemigo en casa. Por cada desarrollador buscando un medio de expresión en una game jam, o ensayando una mecánica o un género nonato en una tarde cualquier en casa, una proporción mucho mayor está buscándole las vueltas a una tienda de assets como el que agitara una hucha cerdito para ver por dónde puede caer el dinero. En cualquiera de las artes proclives a crear una industria de masas a partir de ellas, como es el caso de la música o el cine, este proceso se reproduce. Y las causas son a mi parecer las mismas. Están enraizadas no en una cultura empresarial o comercial cuyas leyes se pueden anticipar o incluso entender, sino en todo un sistema de valores sociales corrompidos por la avaricia.

Estas artes, estas industrias, son microcosmos que reflejan lo que ocurre en nuestra sociedad. Como en la calle bajo mi ventana (y bajo las suyas), cada vez se incrementan más radicalmente las desigualdades. En los arrabales de mi entorno virtual una plétora de estudios indies nacen y mueren, persiguiendo el mismo palo y la misma zanahoria, como a otros niveles hacen mis amigos, vecinos y hasta yo mismo. En esas condiciones de injusticia y precariedad, los equipos de tamaño intermedio son cada vez más escasos, y las grandes multinacionales capean el temporal con números más que satisfactorios pese a la crisis de ideas que las aqueja. En la España de fuera de sus pantallas se disparan los indicadores de pobreza mientras la lista de millonarios se sigue engrosando. Siguiendo con los paralelismos, sea que hablemos del último lanzamiento de la semana o de la situación sociopolítica, los medios (tanto generalistas como especializados) se muestran serviles, al servicio de los intereses económicos. Como meras piezas de los mercados que son (cada una del suyo) la información contrastada, la invitación al pensamiento crítico y la crítica no son valores a cultivar, pues en definitiva atentan contra los valores del sistema: la estabilidad y la rentabilidad. Casualmente, dos potentes perpetuadores del propio sistema, que aseguran que cada clase siga inamovible, firme en el sitio que le pertenece.

They really really want to believe that capitalism will work for them one day, as long as they keep working hard. Who says religion is dead?

En una situación económica dramática y profundamente desigual nos seguimos engañando llamándonos emprendedores, cuando en tantos casos este «emprendimiento» es la carga banzai de un superviviente azuzado por la desesperación. Al diseñador, contable o músico freelance se le dice que con trabajo, talento y esfuerzo conseguirán lo que se propongan, igual que al desarrollador. Pero al final somos poco más que esclavos. Esclavos de la mentira de un sistema que promete meritocracia pero entrega cartas marcadas y dados contrapesados, cuando es que se entrega algo. Al final, para los que arrancan la carrera desde una posición desfavorecida en términos socioeconómicos, es una rueda en la que están obligados a correr con tal de no caer a una posición incluso peor, en la que cualquier tipo de disidencia es sutilmente erradicada desde las propias reglas del sistema. Por descontado, el output es que unos pocos ganan cada vez más, mientras otros tienen cada vez menos. Y que la brecha aumenta.

Así es como los efectos del liberalismo y de la dictadura de los mercados se han adueñado de los videojuegos al completo, no sólo de la industria. Como ocurre en tantos otros ámbitos de la vida en común, los han despojado de su humanidad y dignidad.

Ése, ahora sí, es el problema. La historia nos ha enseñado que el incremento de las desigualdades sólo acaban trayendo revolución y violencia. La historia de los videojuegos nos ha ilustrado también sobre lo errado de proclamar la muerte de los videojuegos, y como afirma Robert Searon (Retroremakes) sobre las dificultades de crear y comercializar videojuegos, las sucesivas crisis que soportamos no significa que estemos condenados. Significan nuestro día a día. Significa que de alguna manera nos hemos resignado a las condiciones que tenemos, sí, pero también podemos actuar, y que de hecho cada uno tiene el poder y la responsabilidad de actuar sobre uno mismo, y cierta esfera de influencia sobre los que le rodean. La clave está, parafraseando a Nietzsche, en atrevernos a mirar al abismo sin permitir que la mirada que nos devuelve nos corrompa. En luchar contra el monstruo sin convertirnos en uno.

The rules of the monetary system are obsolete and create needless strife, deprivation, and human suffering.

Jacque Fresco